Tres amigos de la infancia, Martha, Walter y Sam, comparten
un terrible secreto. Con el paso del tiempo, la ambiciosa Martha (Stanwyck) y
el pusilánime Walter (Douglas) se han casado: ella es una brillante y fría
empresaria, y él es el fiscal del distrito; una combinación perfecta para
dominar a su antojo la ciudad de Iverstown. Pero el inesperado regreso de Sam
(Heflin) a la ciudad, después de muchos años de ausencia, perturba
profundamente la vida de la pareja.
Existen algunas películas que son el resultado casi
milagroso de la coincidencia de varios talentos únicos. El caso de El
extraño de amor de Martha Ivers (The strange love of Martha Ivers; EE.UU.,
1946) es uno de ellos, habida cuenta que concentra la creatividad de dos
autores excepcionales, el guionista Robert Rossen (también magnífico director)
y el cineasta Lewis Milestone (Moldavia, 1895-California, 1980), que ha legado
una valiosísima filmografía de más de una cincuentena de obras para cine y
televisión, en su mayor parte poco conocida o directamente inaccesible.
Coincide, además, que ninguno de los dos figura con letras de oro en la
historiografía cinematográfica; en español, por ejemplo, no se han publicado
análisis en profundidad de ninguno de los dos. La última coincidencia reseñable
es que ambos entendían el cine como algo más que un mecanismo estético; el
componente ideológico de sus películas adquiría la misma relevancia que el
armazón narrativo y escenográfico con que estaban compuestas. En el filme que
nos ocupa, Milestone director y Rossen guionista nos brindan un conmovedor
relato sobre la capacidad que tiene el poder para corromper a las personas
hasta lo más profundo de sus almas y, formalmente, nos ofrecen la perspectiva
de un cine clásico, sólido y con un interés constante por la exploración de las
posibilidades del encuadre y la composición de los planos, y volcado de lleno
en la creación de atmósferas turbias —física y moralmente— en las que la
fotografía y la música desempeñan funciones esenciales.
La lluvia, elemento contextual protagonista de varios filmes
de Milestone y que da título, incluso, a uno de ellos (Rain; EE.UU., 1932), es
el centro de la puesta en escena con que comienza El extraño amor de
Martha Ivers; la tormenta, incluidos los truenos que serán también
narrativamente relevantes en la descripción de los personajes, da paso a uno de
esos ambientes oscuros y de resonancias trágicas tan del gusto de Milestone. El
contexto global lo define un breve texto: «Iverstown, 1928»; unas palabras que
nos informan ya, sin necesidad de más detalles, que la Ivers del título debe
ser una poderosa mujer, para dar nombre a toda una ciudad. Dos niños en un
tren, que son sombras en algunos momentos de la escena, por obra y gracia de la
magnífica fotografía de Victor Milner, nos muestran su complicidad: son Martha
Ivers (que, ya mayor, será Barbara Stanwyck) y Sam Masterson (de mayor, Van
Heflin), o sea, la rica heredera de la poderosa y tiránica Señora Ivers (Judith
Anderson, en un papel del que bebió claramente Hitchcock para componer el que
interpretó como ama de llaves en Rebeca) y un raterillo sin hogar ni rumbo
fijo. Algo después sabremos, en muy pocos planos (la capacidad de concisión
narrativa, a través del enriquecimiento de diálogos y encuadres, es una de las
grandes virtudes de guionista y director), que Martha está realmente enamorada
de Sam, y no de Walter (de mayor, Kirk Douglas), el hijo bien parecido de un maestro
que pretende colocar a su retoño en el futuro de una familia rica y poderosa.
Durante aquella aciaga noche de tormenta, el enésimo conflicto entre Martha y
su odiosa tía desemboca en un azaroso episodio de violencia en el que la dueña
de Iverstown cae muerta tras un golpe de su sobrina; el pequeño Walter, que
presencia la escena, afirma ante su padre, dubitativo, que ha sido un
accidente; Sam, que huía, no aparece; el padre les dice que sea lo que sea lo
que haya ocurrido, repitan ante la policía que fue un accidente; después
sabremos que hubo un juicio y que un hombre fue condenado a muerte a cuenta del
fallecimiento de Mrs. Ivers.
Resulta fundamental tener claro el origen narrativo de todo
el desarrollo posterior del filme. Un desarrollo que desemboca, por un lado, en
un eficacísimo thriller (entonces llamado cine negro, pero que
prefigura con claridad lo que hoy denominamos thriller), tras la vuelta a
la ciudad de Sam, dieciocho años después, con la duda sobre si presenció o no
aquel asesinato cubierto por el silencio de todos; por otra parte, desemboca en
un enfrentamiento de clases (la poderosa representada por los Ivers y la
modesta a la que pertenece Sam y de la que salió Walter); finalmente, se
convierte en un alegato a favor de la honestidad (de Sam) aunque no vaya
acompañada del virtuosismo moral tradicionalmente entendido.
Así pues, tanto en lo formal como en lo semántico, El
extraño amor de Martha Ivers huye de los convencionalismos mediante el
empleo eficaz del clasicismo; algo parecido a lo que solemos denominar «luchar
contra el sistema desde dentro del sistema». Y es que la película se nos ofrece
con un lenguaje mayoritariamente tradicional pero, por estar elaborado mediante
un estilo personalísimo, alcanza un barroquismo que entronca directamente con
la complejidad moral de los personajes y con la grandiosidad propia del poder
omnímodo de la dinastía Ivers. Efectivamente, y más allá del riguroso y
expresivo empleo de los picados y los contrapicados, nos encontramos con
encuadres insólitos en el cine realizado hasta el momento, sobre todo en lo que
se refiere a la situación de los personajes en la composición, tanto cuando
hablan como cuando permanecen en silencio marcando con sus miradas la dirección
del campo cinematográfico de interés (el plano de la niña ante el escalón, al
principio del filme, podría ser un buen ejemplo). La absoluta transparencia de
las transiciones entre planos, propia de la narración de Hollywood, la
encontramos enriquecida con elementos visuales que introducen eficaces falsos
raccords cargados de significado (como ejemplo, una transparencia
realizada sobre un candelabro, en el que termina una escena y con el que
comienza la siguiente, que se convierte en comentario metafórico sobre la
oscuridad y la luz). Todo el entramado escenográfico resulta magnífico, ya que
Milestone fue uno de esos raros cineastas capaces de dominar la atmósfera tanto
en interiores (la luz, los decorados: las escaleras, centro del filme) como en
exteriores (la lluvia, el viento). Todo ello contribuye a que la secuencia
completa de la muerte de Mrs. Ivers resulte realmente escalofriante, y adquiera
ese tono siniestro y esencial, el propio de aquellas escenas que constituyen un
punto de inflexión irreversible en las vidas de los personajes y en el transcurso
de la ficción.
La densidad del filme se compone de momentos significativos,
nunca estériles ni inocentes ni casuales; un buen ejemplo sería el pequeño
accidente que Sam Masterson sufre a la entrada de Iverstown, que parece
presagiar, a modo de premonición, lo que le ocurrirá en el interior de la
ciudad. La misma densidad, en forma de exuberancia, se desprende de una puesta
en escena siempre con objetivos claros, nunca errática, como podemos observar
durante el primer encuentro entre Martha y Sam, escena en la que Milestone
escribe con la cámara el recorrido exacto de la seducción que trata de retomar
Martha, tantos años después. La misma densidad se observa en los diálogos, y no
sólo para expresar ideas contundentes con una claridad meridiana, como cuando
Walter recuerda con amargura la injusticia que se cometió al condenar a un
hombre inocente por el asesinato de Mrs. Ivers («Un hombre es un hombre y la
justicia es la justicia»), sino también para describir personajes con mil
matices y, por supuesto, para mantener la atención de un espectador no sólo
sediento de ideas sino también de entretenimiento (...)
La acción avanza, los personajes se definen, los
sobreentendidos sugieren y narran, la musicalidad de las palabras (en inglés
más pronunciada, lógicamente) seduce e impregna la textura del relato. Un
prodigio de técnica en la escritura que es sólo un ejemplo más de la solidez
casi inexpugnable de un filme magnífico en lo formal. Incluso la banda sonora
compuesta por el gran Max Steiner hace justicia a la atmósfera lóbrega y
viscosa, amenazante y sólo a ratos soñadora; es quizá una de sus mejores
composiciones y sólo las exigencias del Hollywood de la época, con aquel
tradicional exceso en los subrayados musicales, impide que sea realmente
perfecta.
En cuanto al significado de El extraño amor de
Martha Ivers, no es necesario explorar en las tendencias ideológicas de sus
autores para descubrir, desde el principio del filme, que se trata de una obra
crítica con las clases dominantes y, en cierto modo, aleccionadora en torno al
final destinado a aquellas psicologías en las que el poder aparece como el
valor supremo, desposeído de cualquier motivación social. El hecho de que la
ciudad tenga el nombre de la saga Ivers, la grandiosidad de la casa en la que viven,
el carácter autoritario de la Sra. Ivers..., todos ellos son detalles
descriptivos que caminan en la misma dirección, y que se encuentran también en
las clases bajas con ínfulas de ascenso social, ejemplificadas en el padre de
Walter, que destruye la vida de su hijo obligándole a mantener el secreto del
asesinato de Mrs. Ivers para, así, poder casarse con su sobrina y heredar
conjuntamente la fortuna de la Señora. Cuando, años después, nos encontramos
con Walter, a punto de ser elegido fiscal de Iverstown, no son necesarios más
detalles para saber que no asciende por méritos propios, algo que el propio Sam
verbaliza con evidencia al decir que «Era el chico más miedoso de la Calle
Sicamor, y ahora candidato a fiscal». La corrupción es un elemento, por tanto,
inherente al ascenso interno dentro de las clases sociales bien situadas, según
el guión de Rossen. La entronización de Martha Ivers como nueva dueña de la
ciudad también se explicita en los diálogos, pero no como redundancia, sino
para elevar un tono la magnitud del poder de los Ivers, que va más allá aún de
poseer toda una ciudad; eso mismo lo confirma Martha cuando afirma literalmente
«Yo soy la dueña», pero el concepto va mucho más allá cuando su propio marido,
Walter, le reconoce que «Eres como un Dios»; Sam, por su lado, deja clara la
postura ante los abusos de clase, cuando afirma con contundencia ante su chica,
Tony (Lizabeth Scott), que «A mí no me gusta que me pisoteen. No me gusta que
pisoteen a los míos. No me gusta que pisoteen a nadie». Pero quizá el momento
de todo el filme en que el concepto queda más claro es, en aparente paradoja,
cuando no se menciona: «Las cosas suelen ser así. Todo el mundo quiere lo
mismo. Todos lo desean. Y cuánto les cuesta conseguirlo»; es una frase de
consuelo de Walter hacia Martha, cuando ya el destino está escrito para ambos,
y ella piensa si realmente todo ha merecido la pena; es entonces cuando Walter,
procedente de un estrato inferior, deja clara no sólo su postura ante el poder
y el dinero, sino también ante la validez de cualquier camino para conseguirlo.
Unas palabras en las que Rossen demuestra su talento para transmitir ideas sin
mencionarlas, una escena en la que Milestone demuestra cómo dirigir a dos
monstruos de la escena para que dejen en nosotros las sensaciones exactas que
se pretenden: Kirk Douglas, casi siempre magnífico aunque ligeramente
sobreactuado, realiza aquí uno de sus mejores trabajos, bordando el perfil de
un arribista patético; Stanwyck es el rostro puro de la decepción y del derrumbe
psicológico, quizá uno de los que mejor se han reflejado en el rostro de una
actriz a lo largo de toda la Historia del Cine.(...) (Texto de Enrique
Perez Romero, tomado de Miradas
de Cine)
"Como la recuerdo en ‘El extraño amor de Martha
Ivers’, donde atrapa a Kirk Douglas y sufre, como casi siempre, un castigo que
es ejemplar porque ella es la pasión, el amor que mata pero dura más allá de la
muerte." Guillermo Cabrera Infante
FA 5113