Retrato de la triste existencia de una chica que es maltratada por su padre y humillada por la gente de su pueblo.
La idea, sublime o chocante, perversa, inaceptable, de Bresson, sobre la nada de esta vida, sobre su condición de series constantes de absurdos y de sufrimientos, reconvertibles, reembolsables, en redención (la acción decisiva, usando la terminología de Schrader), provoca mi compasión y mi rebelión al mismo tiempo. Sobre Mouchette, el propio Bresson propone sin embargo una lectura puntual, muy realista: “Mouchette ofrece evidencias de la miseria y la crueldad. Ella se encuentra en todas partes. Guerras, campos de concentración, torturas, asesinatos.” Él la encuentra por su parte en la cotidiana y ‘apacible’ campiña francesa, llena de seres ‘normales’ que la tratarán menos como a una ‘mouchette’ (mosquita) que como a un gusano (recordando de paso la importante presencia literal y simbólica del elemento tierra, más precisamente del lodo, en la película). Mouchette es una prolongación y casi una duplicación de Al Azar Balthazar, tanto del burrito como de Marie… Y la chica es también como una Juana de Arco, pero sin nadie, no hay ejércitos ni voces divinas, aunque sí está muy rodeada de condena, de brutal incomprensión, sin haber cometido ningún acto especial para merecer esa gracia al revés...
Me resulta especialmente simpática y sintomática la escena con los carritos chocones, que es la posibilidad negada de una vida más satisfactoria y ‘normal’ para la chica -lo que la sacaría de la (bressonianamente necesaria) condición de ‘víctima trascendental’- y me recuerda por supuesto a otra escena de goce casi igual de bella, una del Diario de un Cura rural -el breve paseo que da el joven cura moribundo en motocicleta-. A Bresson lo que le interesa es el misterio, ese viento que sopla por donde quiere, que está en todas partes, en cualquier parte, en cualquier momento, en cualquier ser, más que la denuncia o crítica de la realidad social, que es algo menos misterioso, aunque también esté en todas partes. Y en su caso, el ‘misterio último’ adquiere especial relevancia. No sé qué más se puede decir de la última y famosa escena de esta película. No es tan dolorosa como la escena final de Alemania, Año Cero, de Rossellini. Ambas comparten el más alto sentido del realismo: la exactitud en la mostración de algo que, pese a tener un sentido claro, continúa siendo ambiguo… REAL. Como diría Bazin, los signos del juego y de la muerte pueden ser los mismos sobre el rostro de un niño.
Me resulta especialmente simpática y sintomática la escena con los carritos chocones, que es la posibilidad negada de una vida más satisfactoria y ‘normal’ para la chica -lo que la sacaría de la (bressonianamente necesaria) condición de ‘víctima trascendental’- y me recuerda por supuesto a otra escena de goce casi igual de bella, una del Diario de un Cura rural -el breve paseo que da el joven cura moribundo en motocicleta-. A Bresson lo que le interesa es el misterio, ese viento que sopla por donde quiere, que está en todas partes, en cualquier parte, en cualquier momento, en cualquier ser, más que la denuncia o crítica de la realidad social, que es algo menos misterioso, aunque también esté en todas partes. Y en su caso, el ‘misterio último’ adquiere especial relevancia. No sé qué más se puede decir de la última y famosa escena de esta película. No es tan dolorosa como la escena final de Alemania, Año Cero, de Rossellini. Ambas comparten el más alto sentido del realismo: la exactitud en la mostración de algo que, pese a tener un sentido claro, continúa siendo ambiguo… REAL. Como diría Bazin, los signos del juego y de la muerte pueden ser los mismos sobre el rostro de un niño.
La zona 3274
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