John Locke es un
historiador del arte que se encuentra en Marruecos estudiando los trabajos de
Eugene Delacroix. Mientras investiga sobre su obra en tierras africanas, se
cruza por su camino varias veces una figura etérea, que le hace perderse entre
las calles antes de desvanecerse. Tras una de esas apariciones Locke conoce a
un anticuario y su grupo de amigas/cortesanas, con quien comienza a tener cada
vez más relación pese a los consejos de su criada y amante Belkis, que le pide
que se mantenga lejos de ellos.
Marruecos. Sobre
el muro blanco de la mente, dibujos de Delacroix. Aquel Orfeo de rubios
cabellos cree conocerlo. Nada es el fiel espejo de la incandescente realidad.
En la cama, a su lado, la piel cobriza de la bella al desnudo. Un ciego, en un
callejón. El narguile prendido, un opio que lo lleva dentro de un burdel dentro
de un castillo de dolor. Y las pieles de las doncellas son laceradas bajo
látigos de muchas borlas de acero. Suficientemente afilado para herir la
sensibilidad de él, del explorador ansioso por dilucidar el misterio, porque
ella está en todas partes, incluso en años pasados, en siglos paganos de Luna
llena y fuegos apagados de humos blancos y brumas nocturnas. En un café, una
taza hace humo, y se evapora la sustancia de la que está hecha ella. Rubios sus
cabellos y viste a la moda, tanto de siglos pasados como de blue Jean y camisa
de seda. Miente Delacroix, ya nadie cree en aquellas reproducciones. Solo están
allí para embarrar la mente, para pintar con acuarelas el papel de la corteza
cerebral de sangrantes cuerpos. El tormento parece no tener fin, y es allí
cuando la fusión de los metales lleva a pensar en que los alquimistas, al igual
que el rubio Orfeo, nunca pudieron crear ni oro ni realidad. Fin del carrete de
diapositivas. (Andrés Besada para grupokane.com)
FA 5177
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