Jean-Daniel Pollet es quizás el director más enigmático surgido de la nouvelle vague. Elogiado por cineastas (Cocteau, Becker o Godard) y desconocido por el público, su estilo ensayístico y poético ha tendido un puente entre la modernidad cinematográfica y las ruinas y vestigios de otras escrituras artísticas: el itinerario de 35000 km. por la Méditerranée, donde descubrió el único templo griego alejado del mar, Bassae; la lectura del cuento de Maupassant Le horla; o el paseo de La femme aux cent visages por los rostros femeninos de la historia de la pintura bajo la música de Pierrot le fou. Mediterranée (1963), es una disertación en torno a la realidad y el mito en la que las secuencias se suceden en base a sus similitudes formales, no a la congruencia de la narración.
Méditerranée, de Jean-Daniel Pollet, se integra en el corpus del cine vanguardista de los 60 como miembro de honor. ¿De dónde viene su importancia? ¿Qué nos queda de ella? A la primera pregunta, es relativamente sencillo responder: la película de Pollet, como uno de los primeros exponentes del cine ensayo, junto a los trabajos de Agnès Varda, o Jean Rouch en una vertiente etnográfica en realidad alejada de lo que quiero tratar, anticipa otras obras fundamentales, y pienso sobretodo en el cine de Chris Marker. Aunque Marker ya había rodado algunos documentales-ensayo como Les statues meurent aussi o Cuba si! (las dos que he visto anteriores a 1963), noto a estos trabajos todavía sumergidos bajo la influencia de la primera etapa de Alain Resnais (con Nuit et broulliard como obra paradigmática); en efecto, el documental sobre arte y colonialismo africano lo codirige con el mismo Resnais. Y uno observa una clara diferencia estilística entre, por ejemplo, Les statues... y Sans Soleil. Me aventuro a decir que el estreno de Méditerranée influye en esta evolución formal. Méditerranée, itinerario poético de fragmentos que nacen, desaparecen y reaparecen, revelador de un paralelismo civilización, vida y memoria (tema común a Marker y a Pollet), trae finalmente a colación el gran hallazgo de Proust: lo importante no es el paraíso perdido (lo que dice la imagen) sino la huella de asociaciones mentales, el camino que recorre la memoria, especialmente la memoria involuntaria, sus ecos e intensidades que aminoran con el tiempo, por efecto acumulativo de recuerdos e impresiones. Como olas de corriente bergsoniana. Así, a Méditerranée, montada a base a reminiscencias y reflejos en el mar de la conciencia, ese Mediterráneo madre de culturas, no se le puede achacar arbitrariedad, pese a que la función del alea invada su estructura. No puedo, por lo tanto, compartir la opinión de Noël Burch cuando en referencia a la película escribe que falta un "juego organizado". Como he dicho, la memoria (o una Memoria) vincula los planos como eje vertical del montaje, pese a la ausencia de articulación espacial o temporal. Son esos momentos privilegiados, que llevan de las ruinas de la civilización griega a la sensualidad de una siciliana, a un muro o al viento que azota unos hierbajos, a la enfermedad o la plástica del toreo, al hospital, casa de la enfermedad y la muerte, o a recorrer un jardín bajo el olor a azahar y la luz radiante del mediterráneo, para terminar en este mar omnipresente. No discuto la mayor complejidad en el ensayo filmado de Marker, que juega de manera bastante más sofisticada con la tensión entre las imágenes y el texto, y tiende puentes sólidos entre montaje y recuerdo, allende de las evocaciones poéticas que golpean incesantes. Pero la obra de Jean-Daniel Pollet, síntesis de mar y luz, es preciosa. ¿Y qué queda de ella, hoy en día? Si la eternidad, escribió Rimbaud, es el mar mezclado con el sol, entonces su poesía permanecerá para siempre.
FA 3715