Jancsó, un cineasta preocupado por la historia y por su interpretación, nos lleva a 1919, a plena guerra civil rusa entre rojos y blancos, tras el triunfo de la revolución de Octubre y el final de la primera guerra mundial. Sin embargo, su visión de la historia no es la que podría suponerse. No se trata, como se hace tan a menudo en el cine comercial y no tan comercial actual, de narrar un punto determinante de la historia, aparentemente simulando las técnicas del reportaje en directo y ajustándose a una supuesta verdad inamovible, de manera que la secuencia de eventos presentada sea perfectamente inteligible y reconstruible por el espectador, el cual pueda irse luego a casa satisfecho por “haber aprendido historia”, mejor dicho, “por haber experimentado la historia tal y como fue en realidad”.
En Los rojos y los blancos, el lugar donde los hechos ocurren, el tiempo incluso, se deja deliberadamente en la oscuridad, excepto por las vagas referencias a Rusia y a 1919. El desarrollo de las operaciones militares, el curso de la guerra, no es narrado en ningún momento. El espectador, al igual que los protagonistas, desconoce quién está ganando o quién está perdiendo, qué lugares de esa geografía imprecisas son importantes para el ataque o la defensa y cuáles no. La línea del frente, en esa guerra librada en las estepas, se convierte en algo inexistente, frágil y permeable, la retaguardia en un lugar peligroso, donde en cualquier momento el enemigo puede irrumpir, trayendo la derrota y la muerte. Un espacio y un tiempo, de confusión, de incertidumbre, donde no hay lugares seguros a los que retirarse, ni futuro u hogar que espere.
FA 3685
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