viernes, 27 de abril de 2012

Jacques Rivette - Céline et Julie vont en bateau (1974)


CELINE Y JULIE VAN EN BARCO

Céline y Julie van en un viaje alucinante.
Hay filmes que uno sabe que nunca rodará, o que rodará ya en otro tiempo y con otro deseo. Son estos filmes, sin embargo, aquellos en los que uno acostumbra a pensar más, acaso por saberlos frágiles y sin protección, sujetos a una memoria í­ntima. Si no pensara en ellos, acabarí­an por desaparecer o desvanecerse en la memoria. Mientras lo haga, esas pelí­culas gozarán de una existencia real, permanecerán hiladas a una vida moral. Tal vez Jean Renoir se referí­a a ello cuando comentó que un cineasta emplea “toda su vida haciendo una y otra vez la misma pelí­cula”. No se trata tanto, como a veces se ha convenido, de que las pelí­culas realizadas de un autor se parezcan entre sí­ por lo que ha cristalizado o se ha filmado -por las reiteraciones estilí­sticas o temáticas-, como de que en ellas reverberan las mismas ficciones ideales; son el acomodo parcial y fragmentario de imágenes vestidas con otro traje, transformadas o soterradas, el eco de imágenes irrealizables o soñadas. Así­, alguien deberí­a explicar algún dí­a la historia del cine a partir de las ausencias o de los fracasos -de las imágenes que nunca se colgarán en las marquesinas-, mostrando que en la creación cinematográfica son tan relevantes las obras filmadas como aquellas que nunca se realizó, ya que las primeras son en parte los pecios de barcos naufragados o cuya construcción nadie costeó, y que unas sin las otras no hubieran existido jamás.

Las pelí­culas de Jacques Rivette siembran la narración de imágenes que parecen abrirse a otras ficciones o que apuntan hacia el reverso del filme que estamos viendo. Es un cine lleno de fisuras y atisbos, un cine que suele necesitar bastante metraje para capturar ese fluir sosegado -diurno y nocturno- de los acontecimientos, la cadencia de un rodaje que acostumbra a ser permeable a la improvisación y a los cambios de última hora en el plató. Una obra, en resumen, que concibe el gesto de creación como una sinécdoque: explicar el escenario del mundo -en el que interviene el cine, el teatro y la magia- a partir de algunos movimientos, miradas y contactos. De este modo,Céline y Julia van en un barco es un juego en que la apertura a la invención es constante, ya sea llevada a cabo por el espectador o por los descubrimientos de los personajes. Cada imagen parece desenfocarse y propagarse en haces de muy diversas tonalidades. El filme rodado apela así­ a las pelí­culas que se quedaron en el camino, protegidas por la memoria.Jacques Rivette inventa las reglas de sus filmes. (Habrí­a que consignar antes que tras la última proyección de Céline y Julia van en un barco en Barcelona -en el Instituto Francés- pocos espectadores jóvenes se mostraron favorables al filme. Reconozcamos, por tanto, que el escenario justifica esta vindicación). ¿Qué quiere decir, exactamente, inventar las reglas? Quiere decir situar las piezas en el tablero, asignar a cada pieza un valor, y dejar que empiece la partida. Y ahí­ interviene el jugador o el espectador, que debe pensar su estrategia para confrontarse al rival. ¿Qué contrincante, si hemos apuntado que no se trata de Rivette? Eso es lo misterioso: en su cine hay que localizar una serie de asociaciones visuales y sonoras -”un tejido de relaciones, una arquitectura de contactos, animada y como suspendida en el aire”, según ha expresado Rivette- que resultan demasiado plurales y ambiguas como para creerlas animadas por una única mano. En el arte de Rivette, las hilanderas se han puesto a trabajar juntas a la misma hora del dí­a. El espectador que no comparta la partida, que rehúse mover pieza, permanecerá aletargado, contemplado la banalidad. Eco le llamó a ese juego “obra abierta”; también podrí­a haberle llamado “partida libre”. Es ejemplo de la inteligencia de Rivette.Cuando Céline y Julie saborean unos caramelos mágicos visualizan una ficción familiar interpretada por personajes desconocidos. Ellas permanecen sentadas en una mesa, riendo y comentando lo que ven; por contraplano, Rivette nos muestra el escenario de ese relato imaginado o real. Los pasajes de esa ficción hermética y discreta van apareciendo de un modo fragmentario, repitiéndose o replegándose, sin proponer una explí­cita juntura dramática. Céline y Julia van en un barco es la historia de un viaje o un trip de tres horas animado por las referencias a Lewis Carroll. En una secuencia, una de las chicas se lamenta de la multitud de agujeros que hay en la historia. Y acaece una escena reveladora: las chicas se introducen como seres de carne y hueso en la ficción, pero los personajes de ésta permanecen inalterables; cuando las chicas rí­en, ellos no escuchan nada; cuando las chicas se mueven, ellos no ven nada. Es una idea bellí­sima. Siempre se ha dicho que los hombres filmados son fantasmas o figuras espectrales de un tiempo recobrado por el espectador, pero, siguiendo el hilo del filme de Rivette, podemos plantearnos ciertas hipótesis lúdicas: ¿no será acaso que el fantasma es el espectador, condenado a vagar errante por las ficciones sin provocar una sombra u oponer resistencia al viento, desposeí­do de todo poder carnal, objeto feérico de las miradas de unas presencias encarnadas en la pantalla? ¿Es quizás el cine quién contempla al espectador y no a la inversa? ¿No habló Jean Louis Schefer, en un libro publicado años después de Céline y Julia van en un barco, de aquellas pelí­culas que habí­an “mirado nuestra infancia”, frase que Serge Daney citaba a la menor ocasión?Sea como fuere, nadie me convencerá de que en este juego de dobles no hay alguien que dependa del otro; y, si somos sinceros, no deberí­a pesarnos ser una realidad vivida por otro, ya que sin la existencia conjunta de ambos no habrí­a latido o aliento. Vistas así­ las cosas, hay que retornar a la “luz verde”, que según este último punto de vista serí­a el deseo de la plenitud o bien el deseo de lo especular. Siempre el deseo de poseer la otra parte del espejo. Y así­, miremos lo que miremos, o filmemos lo que filmemos, nadie nos librará de la evocación de un bajel que -sin que sepamos dónde ni por qué- naufragó en mares ignotas. En este punto, digamos que esa “luz verde” es la partida ideal o perfecta que nunca se jugará, ya que en el momento en que se jugará, el juego dejarí­a de existir: festejemos de este modo la maliciosa condena que nos ata al destino -o a los “complots”-, si nos atenemos a la tensión narrativa más caracterí­stica del cine de Rivette.



Trasla superficie visual de Céline y Julia van en un barco existe una estructura subterránea de asociaciones, reglas secretas, sombrí­os reflejos y prefiguraciones. Recuerdo que el propio Rivette anotó que el cine era “el juego del actor y de la actriz, del héroe y del decorado, del verbo y del rostro, de la mano y del objeto”. Hay que atender a esa estructura de estratos -en una lectura semejante a la que el lector atento efectúa de Mallarmé o Flaubert- si queremos destejer algún esplendor de unos filmes cuyo enigma siempre está enterrado como un cofre cuya pintura dorada se ha desgastado, primero por la mar y la sal y luego por la arena; pero también habrí­a que conceder que una ola recubriera de espuma el cofre misterioso y esperar a que los destellos del sol lo mostrarán como un objeto recién alumbrado o adquirido.Gilles Deleuze escribió que Céline y Julia van en un barco era uno de los grandes filmes cómicos franceses, junto con la obra de Jacques Tati. Cabrí­a añadir que también es una mezcla entre Jean Vigo y Racine, un abismo glacial a unos caramelos mágicos que representan la apertura de ese cofre: el viaje, o la eterna búsqueda del artista de la belleza invisible. ¿Por qué le gustará tanto a la belleza jugar a esconderse en el otro lado del espejo? (Claqueta)
FA 4659

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