CELINE Y
JULIE VAN EN BARCO
Céline y Julie van en un viaje alucinante.
Hay filmes que uno sabe que nunca rodará, o que rodará ya en
otro tiempo y con otro deseo. Son estos filmes, sin embargo, aquellos en los
que uno acostumbra a pensar más, acaso por saberlos frágiles y sin protección,
sujetos a una memoria íntima. Si no pensara en ellos, acabarían por
desaparecer o desvanecerse en la memoria. Mientras lo haga, esas películas
gozarán de una existencia real, permanecerán hiladas a una vida moral. Tal vez
Jean Renoir se refería a ello cuando comentó que un cineasta emplea “toda su
vida haciendo una y otra vez la misma película”. No se trata tanto, como a
veces se ha convenido, de que las películas realizadas de un autor se parezcan
entre sí por lo que ha cristalizado o se ha filmado -por las reiteraciones
estilísticas o temáticas-, como de que en ellas reverberan las mismas
ficciones ideales; son el acomodo parcial y fragmentario de imágenes vestidas
con otro traje, transformadas o soterradas, el eco de imágenes irrealizables o
soñadas. Así, alguien debería explicar algún día la historia del cine a
partir de las ausencias o de los fracasos -de las imágenes que nunca se
colgarán en las marquesinas-, mostrando que en la creación cinematográfica son
tan relevantes las obras filmadas como aquellas que nunca se realizó, ya que
las primeras son en parte los pecios de barcos naufragados o cuya construcción
nadie costeó, y que unas sin las otras no hubieran existido jamás.
Las películas de Jacques Rivette siembran la narración de
imágenes que parecen abrirse a otras ficciones o que apuntan hacia el reverso
del filme que estamos viendo. Es un cine lleno de fisuras y atisbos, un cine
que suele necesitar bastante metraje para capturar ese fluir sosegado -diurno y
nocturno- de los acontecimientos, la cadencia de un rodaje que acostumbra a ser
permeable a la improvisación y a los cambios de última hora en el plató. Una
obra, en resumen, que concibe el gesto de creación como una sinécdoque:
explicar el escenario del mundo -en el que interviene el cine, el teatro y la
magia- a partir de algunos movimientos, miradas y contactos. De este modo,Céline
y Julia van en un barco es un juego en que la apertura a la invención es constante,
ya sea llevada a cabo por el espectador o por los descubrimientos de los
personajes. Cada imagen parece desenfocarse y propagarse en haces de muy
diversas tonalidades. El filme rodado apela así a las películas que se
quedaron en el camino, protegidas por la memoria.Jacques Rivette inventa las
reglas de sus filmes. (Habría que consignar antes que tras la última proyección
de Céline y Julia van en un barco en Barcelona -en el Instituto
Francés- pocos espectadores jóvenes se mostraron favorables al filme.
Reconozcamos, por tanto, que el escenario justifica esta vindicación). ¿Qué
quiere decir, exactamente, inventar las reglas? Quiere decir situar las piezas
en el tablero, asignar a cada pieza un valor, y dejar que empiece la partida. Y
ahí interviene el jugador o el espectador, que debe pensar su estrategia para
confrontarse al rival. ¿Qué contrincante, si hemos apuntado que no se trata de
Rivette? Eso es lo misterioso: en su cine hay que localizar una serie de
asociaciones visuales y sonoras -”un tejido de relaciones, una arquitectura de
contactos, animada y como suspendida en el aire”, según ha expresado Rivette-
que resultan demasiado plurales y ambiguas como para creerlas animadas por una
única mano. En el arte de Rivette, las hilanderas se han puesto a trabajar
juntas a la misma hora del día. El espectador que no comparta la partida, que
rehúse mover pieza, permanecerá aletargado, contemplado la banalidad. Eco le
llamó a ese juego “obra abierta”; también podría haberle llamado “partida
libre”. Es ejemplo de la inteligencia de Rivette.Cuando Céline y Julie saborean
unos caramelos mágicos visualizan una ficción familiar interpretada por
personajes desconocidos. Ellas permanecen sentadas en una mesa, riendo y
comentando lo que ven; por contraplano, Rivette nos muestra el escenario de ese
relato imaginado o real. Los pasajes de esa ficción hermética y discreta van
apareciendo de un modo fragmentario, repitiéndose o replegándose, sin proponer
una explícita juntura dramática. Céline y Julia van en un barco es
la historia de un viaje o un trip de tres horas animado por las
referencias a Lewis Carroll. En una secuencia, una de las chicas se lamenta de
la multitud de agujeros que hay en la historia. Y acaece una escena reveladora:
las chicas se introducen como seres de carne y hueso en la ficción, pero los
personajes de ésta permanecen inalterables; cuando las chicas ríen, ellos no
escuchan nada; cuando las chicas se mueven, ellos no ven nada. Es una idea
bellísima. Siempre se ha dicho que los hombres filmados son fantasmas o
figuras espectrales de un tiempo recobrado por el espectador, pero, siguiendo
el hilo del filme de Rivette, podemos plantearnos ciertas hipótesis lúdicas:
¿no será acaso que el fantasma es el espectador, condenado a vagar errante por
las ficciones sin provocar una sombra u oponer resistencia al viento, desposeído
de todo poder carnal, objeto feérico de las miradas de unas presencias
encarnadas en la pantalla? ¿Es quizás el cine quién contempla al espectador y
no a la inversa? ¿No habló Jean Louis Schefer, en un libro publicado años
después de Céline y Julia van en un barco, de aquellas películas que
habían “mirado nuestra infancia”, frase que Serge Daney citaba a la menor
ocasión?Sea como fuere, nadie me convencerá de que en este juego de dobles no
hay alguien que dependa del otro; y, si somos sinceros, no debería pesarnos
ser una realidad vivida por otro, ya que sin la existencia conjunta de ambos no
habría latido o aliento. Vistas así las cosas, hay que retornar a la “luz
verde”, que según este último punto de vista sería el deseo de la plenitud o
bien el deseo de lo especular. Siempre el deseo de poseer la otra parte del
espejo. Y así, miremos lo que miremos, o filmemos lo que filmemos, nadie nos
librará de la evocación de un bajel que -sin que sepamos dónde ni por qué-
naufragó en mares ignotas. En este punto, digamos que esa “luz verde” es la
partida ideal o perfecta que nunca se jugará, ya que en el momento en que se
jugará, el juego dejaría de existir: festejemos de este modo la maliciosa
condena que nos ata al destino -o a los “complots”-, si nos atenemos a la tensión
narrativa más característica del cine de Rivette.
Trasla superficie visual de Céline y Julia van en un barco existe una estructura subterránea de asociaciones, reglas secretas, sombríos reflejos y prefiguraciones. Recuerdo que el propio Rivette anotó que el cine era “el juego del actor y de la actriz, del héroe y del decorado, del verbo y del rostro, de la mano y del objeto”. Hay que atender a esa estructura de estratos -en una lectura semejante a la que el lector atento efectúa de Mallarmé o Flaubert- si queremos destejer algún esplendor de unos filmes cuyo enigma siempre está enterrado como un cofre cuya pintura dorada se ha desgastado, primero por la mar y la sal y luego por la arena; pero también habría que conceder que una ola recubriera de espuma el cofre misterioso y esperar a que los destellos del sol lo mostrarán como un objeto recién alumbrado o adquirido.Gilles Deleuze escribió que Céline y Julia van en un barco era uno de los grandes filmes cómicos franceses, junto con la obra de Jacques Tati. Cabría añadir que también es una mezcla entre Jean Vigo y Racine, un abismo glacial a unos caramelos mágicos que representan la apertura de ese cofre: el viaje, o la eterna búsqueda del artista de la belleza invisible. ¿Por qué le gustará tanto a la belleza jugar a esconderse en el otro lado del espejo? (Claqueta)
FA 4659
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