Por Juan Pablo Cinelli
Imaginar una película en la cual la premisa es contar las
desventuras de un imitador de Elvis que trabaja en una fábrica de cocinas y
vive en un barrio populoso del sur del Gran Buenos Aires parece, a priori, un
camino de ida hacia la comedia. Y un poco así es como empieza El último Elvis,
ópera prima de Amando Bo, hijo de Víctor Bo, el Delfín de los superagentes, y
nieto del legendario director de las películas de Isabel Sarli. La sola mención
de semejante árbol genealógico es en sí mismo un incentivo a la curiosidad y no
es extraño que quienes conozcan el prontuario cinematográfico de la familia Bo
sientan deseos de saber qué clase de película será ésta. El caso es que los de
sus ancestros no son los únicos antecedentes de Armando Bo nieto: él es además uno
de los guionistas de Biútiful, primera película del famoso director mexicano
Alejandro González Iñárritu luego de romper su relación profesional con
Guillermo Arriaga, el guionista de sus primeras tres películas (las exitosas y
maniqueas Amores perros, 21
gramos y Babel). De hecho, que el propio Iñárritu figure
en los créditos como productor puede hacer que muchos miren de costado con algo
de desconfianza. Y no sin razón: El último Elvis comienza como una comedia
amarga y sigue como drama íntimo, pero termina como una de Iñárritu.
Durante el primer acto de la película se presenta a Carlos
Gutiérrez como un proletario roquero que se gana unos pesos imitando a Elvis
Presley en cumpleaños, fiestas y eventos de todo tipo. Las escenas de él entre
una multitud de dobles amontonados en la agencia encargada de conseguirles
trabajo bien pueden ser el inicio de una comedia que se propone marchar por las
diagonales del absurdo. Pero no es así. El último Elvis, aun con humor,
comienza a volverse seca, realista, y el espectador descubrirá en Carlos
ciertos desequilibrios. Que haya bautizado Lisa Marie a su hija e insista en
llamar Priscilla a su ex cuando ése no es su nombre, irá dándole al cuento una
pátina oscura. Como en el ensayo de Freud dedicado a Lo siniestro, lo que
aparece cada vez con mayor nitidez es la figura del doble, con todas sus
aristas ominosas y fantasmales. Pronto se sabrá que él no se siente un
imitador: como ocurre con la santa trinidad cristiana, este hombre de patillas
tupidas entrado en kilos es Carlos, pero al mismo tiempo también es Elvis (o
así lo siente él). Los problemas con su ex, la distancia con Lisa, la
frustración de la vida en una fábrica son las piezas de un detonador a punto de
hacer estallar a Carlos. Es la crónica de un final anunciado.
No puede decirse que el guión tenga fisuras que merezcan
marcarse, más allá de su impiedad con los personajes. Tampoco que la película
falle en lo técnico, lo estético o en la producción: las locaciones son
estupendas; la fotografía es buena; la puesta de cámara, inteligente; los
actores están muy bien. Uno de los puntos fuertes de la película de Bo es su
protagonista, John Mc Inerny. En la piel de este Elvis del conurbano, Mc Inerny
consigue atraer al espectador tras de sí, ya sea por esa extraña y permanente
mirada de hastío o por la magnífica voz con que el actor interpreta una decena
de temas del repertorio clásico de Presley. Ese es el mayor mérito de la
película y de Bo como director: haber encontrado el actor para su personaje.
Pero, con la excusa de filmar como quien mira bonito, Bo abusa del preciosismo
para perseguir a su personaje hasta acorralarlo sin salida. Que es cierto, es
allí a donde el mismo Elvis quiso llegar. Sin embargo, hay un regodeo casi
voyeurista en ese retrato magnífico de las miserias tomado casi por la fuerza.
En la escena final, los recursos de una cámara súper lenta y el fuera de foco
se complotan para mostrar en una sola toma lo mejor y lo peor de El último
Elvis. El retrato que Bo traza de Carlos tiene muchas veces la perfección del
hielo, un frío que desaparece cada vez que Elvis entra en escena. El debut de
Armando Bo nieto como director merece verse, ya sea para amarlo o para pelearse
con él.
FA 4900
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