En diversos períodos de su carrera -a veces por decisión propia y otras por pedido de los productores-, John Ford sacó provecho de sus viejos filmes para repetir cosas que, pensaba, podía ser efectivo animarse a rehacer. Así, “La Diligencia” la descubriríamos a medias en “Caravana de paz”; “Huracán” es, en lo esencial, “Prisionero del odio”; “La ruta del tabaco” bebe de la sangre de “Las uvas de la ira”, “Los tres padrinos” es un remake de “Hombres marcados”; “Escrito bajo el sol”, tiene el mismo trazo de “Cuna de héroes”… y “El sol siempre brilla en Kentucky” es un remake de “El Juez Priest”.No es este, por supuesto, ni el primero ni el último caso en que un director saca partido de su propio trabajo queriendo adaptarlo a las nuevas generaciones. Lo hicieron Wilder y Hitchcock, Wyler y Capra… y probablemente, todos aquellos prolíficos realizadores cuyas creaciones merecen ser apreciadas por toda la humanidad.En lo que respecta a “EL SOL SIEMPRE BRILLA EN KENTUCKY”, siento que era más que procedente un remake de un filme consecuente, en una época en que estaba en su punto más álgido el rancio racismo de los norteamericanos. El filme emana dignidad, cooperación, solidaridad… y especialmente, justicia para todos, sin distingos de cultura, credo o color.El juez William Priest, es el símbolo de todo esto. Y en un pueblo de Kentucky, a comienzos del siglo XX, vestido siempre con el blanco de la transparencia, y en medio de la avalancha racista, de los afanes de linchamiento, y de la sombra de la venganza, decide comenzar a poner las cosas en el punto medio de la balanza. A su alrededor, un puñado de personajes entreteje una trama donde nace el amor, donde se descubre un penoso pasado, y donde se comparte la simpleza, la ignorada dignidad y el gran talento de las minorías raciales. Ford construye un filme que entretiene y emociona, que denuncia y que cuestiona, que nos muestra perplejo un viejo paradigma, mientras traza un nuevo camino que deberíamos recorrer juntos, todos y cada uno de los seres humanos… y de pronto, sale al paso con una de las escenas de funerales más emotivas de la historia del cine, que para quien sepa verla, quizás lo conmueva hasta el llanto como me ha ocurrido a mi. Charles Winninger (“Magnolia”, “Arizona”, “Ziegfeld Girl”…), crea un recio y cálido carácter como el singular juez Priest, y sirve como ejemplo digno, para una justicia que cojea bastante a lo largo y ancho del planeta tierra. (Texto de Luis Guillermo Cardona, tomado de Filmaffinity)
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