“Siento cómo se despierta en mí el deseo de tocar con mis manos a mi prójimo, y creo que esto es, vagamente quizás, un deseo de todo el mundo hoy día” – J. Renoir
Gracias a una reseña laudatoria aparecida en The New Yorker sobre El río -la novela de Rumer Godden-, Renoir adquirió el libro y, tras resultar seducido por su lectura y entusiasmado por sus posibilidades, se hizo con sus derechos cinematográficos. Dos novelas anteriores de Godden ya habían sido llevadas al cine, curiosamente una de ellas fue estrenada meses antes de la independencia de la India, Narciso Negro, (Black narcissus, Powell y Pressburger, 1947), la otra Enchantment (I. Reis, 1948). Sin embargo, a pesar de la fascinación extraordinaria que ejerce este país como territorio mítico poblado de supersticiones, tigres y elefantes, o precisamente por ello, a Renoir le fue imposible encontrar productor; tuvo que ser un neófito, McEldownery, un mecenas enamorado de la India -un “florista”, según definición del propio Renoir-, con quien finalmente realizara el proyecto.
Rodada en la India, en escenarios naturales y con un elenco actoral mayoritariamente no profesional El río supuso la primera película en color de Renoir (la primera en Technicolor que se rodaba en la India); a pesar de ello, su utilización no es sólo magistral, (aquí el papel de su sobrino, Claude Renoir es decisivo) sino que resulta esencial para conseguir el matiz nostálgico y evocador de la historia; está rodado casi como un cuento, de tal forma que, incluso a pesar de su naturalismo cinematográfico y de sus apuntes documentales, un aire de irrealidad y evanescencia recorre todo el film. El estilo cinematográfico y el montaje resultan más convencionales de lo que Renoir nos tenía acostumbrados, al menos en su etapa francesa, pero con la cámara generalmente estática (apenas se mueve, o lo hace de forma imperceptible) contribuye a dotar al film de su tono lánguido y calmo. Lo mismo se puede decir de la omnipresente música que completa y colorea todo el metraje.
Ambientada en un momento posterior a una de las guerras mundiales y anterior a la independencia de la India, y en un lugar indefinido, a orillas del Ganges, El río es una película poética y elegiaca de alcance universal que, como se menciona en su prólogo, y como ocurre con el edén, podría tener lugar junto a cualquier otro río sagrado del mundo. También, como se apunta en las primeras imágenes, es una historia circular, mínima; en ella asistimos a un relato que encarna el simple transcurso de la vida, como el agua que constantemente fluye por el río. Un canto al incansable devenir de la existencia: el descubrimiento del amor en un marco exótico, el nacimiento de la conciencia del dolor, el extrañamiento y la frustración, y el consiguiente ingreso en la edad adulta. En definitiva, un argumento eterno e intemporal, el fin de la inocencia; circunstancia que resulta mucho más patente si tenemos en cuenta que en este marco idílico, tras la independencia e incluso durante el rodaje de la película, tuvieron lugar sangrientas matanzas entre hindús y musulmanes como consecuencia de la separación entre India y Pakistán.
Más allá del hecho conocido de que Renoir y Satyajit Ray se conocieron en el rodaje de la película, (se dice -aunque no está acreditado- que Ray colaboró como asistente), y de que Renoir ejerció sobre él una influencia mayor; resulta imposible contemplar El río sin relacionarlo con Pather Panchali (Ray, 1955). A nadie se le escapa, a la vista de lo anterior, las coincidencias no sólo temáticas y estilísticas entre un cineasta principiante y otro en su edad adulta; sino también de intenciones y planteamientos, incluso éticos: desde el panteísmo implícito en el reconocimiento de la verdad inmutable que reside en el ritmo natural de la tierra, al humanismo estoico y la cercanía que desprenden del primer al último de sus respectivos personajes.
Asimismo, resulta difícil no emparentar El río con otra de sus películas capitales: La regla del juego (1939); así como ésta fue su última película en Francia, El río coincide en su carácter de película bisagra entre dos etapas, pues pone punto final a su carrera en Norteamérica y, como aquella, pero en otro sentido, viene a ser la suma, el compendio, o más bien el salto adelante, con respecto a lo que hasta ese momento venía realizando. Entre ellas hay poco más de diez años, pero da la impresión de que un abismo las separa. Tampoco podemos olvidar sus semejanzas con la breve Une partie de campagne (1936), con la que comparte el tono poético, el ambiente idílico, los escenarios naturales, la presencia del agua y el río; y el nacimiento del amor.
En el mundo descreído y mercantilista que nos ha tocado vivir quizás no sea posible verla con ojos desprejuiciados y sea tachada de ingenua, o trasnochada; y no les faltará algo de razón (por ejemplo, el papel reservado a los habitantes de la India: personal de servicio siempre silencioso o meras comparsas, o sea, el telón de fondo exótico donde se desarrolla el drama; así como el papel y el discurso reservado para la mujer). Sin embargo, la película, más allá de esta visión estrecha, como la historia que escribe Harriet para John y Valerie, trata con cercanía y calidez, pero sin hipocresías, de las verdades inmutables del ser humano: el ciclo sin fin de la vida y la muerte.
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EEUU/India/Francia, 1951, 99min. Título original: The river; Director: Jean Renoir, Guión: Jean Renoir y Rumer Godden, sobre su novela, Producción: Kenneth McEldownery, Montaje: George Gale, Fotografía: C. Renoir y Ramananda Sen Gupta, Director artístico: Eugene Lourie, M. Douy, Música: M.A. Partha Sarathy. Intérpretes: Nora Swinburne, Esmond Knight, Arthur Shields,
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