Por Rodrigo Hasbún
Siempre que subo a un coche, y sobre todo si voy acompañado y el trayecto es largo, pienso en Abbas Kiarostami, cuyas últimas películas –o al menos buena parte de ellas- suelen suceder ahí, en ese pequeño espacio en movimiento. Quizá porque hay poco contacto visual entre el conductor y su acompañante, quizá porque la realidad parece lejos cuando vamos dentro, las conversaciones son a menudo perdurables.
Los coches como lugar de encuentro. Los coches como consultorio psicológico o confesionario o habitación. Los coches, su locación preferida, como metáfora.
UNOLos grandes artistas hacen que nos enfrentemos a esa realidad que parece lejos de forma distinta. Influyen en nuestras vidas y en la manera de percibirlas y agotarlas. Después de Kiarostami, por ejemplo, subirse a un coche ya nunca será lo mismo. Mirar a los niños tampoco. Varias de sus películas los tienen de personajes principales.
Una de las más célebres es ¿Dónde está la casa de mi amigo?, en la que Ahmed busca la casa de su compañero de curso para entregarle su cuaderno de ejercicios. De no hacerlos, porque es un muchacho distraído y no sería primera vez, lo expulsarán de la escuela. Encontrar la casa de su amigo y entregar el cuaderno se vuelve una gran aventura, una odisea cotidiana inmensa.La película, que deslumbra por su sencillez y espiritualidad, es de 1987. Cuatro años después un terremoto asola la región y deja un saldo de más de cincuenta mil muertos. Kiarostami, acompañado de su hijo, viaja en coche hasta ahí en busca de los pequeños protagonistas, que quizá no siguen vivos. Como resultado del viaje arma Y la vida continúa, segunda entrega de la involuntaria trilogía de Koker, en la que rebosa la vida -y continúa-, a pesar del terremoto y las penurias.
‘Observé el esfuerzo de la gente tratando de reconstruir sus vidas a pesar de su desgracia material y personal’, declaró poco después. ‘El entusiasmo por la vida del que era testigo fue cambiando gradualmente mi perspectiva. La tragedia de muerte y destrucción se fue haciendo cada vez más tenue.’
En Detrás de los olivos vemos a un grupo de cineastas rodando algunas escenas de la película anterior. Kiarostami quiere evidenciar que el cine está y debe estar cerca de la vida, dejando en claro que los personajes, a pesar de ser muy parecidos a los actores naturales que los encarnan, en última instancia están siendo interpretados.
Un cine hecho no para abstraerse y huir, sino para acercarse. A lo que somos. A lo que nos define como seres humanos.
DOSEsa voluntad metarreflexiva, sin embargo, no es excesiva ni demasiado intelectual. Si algo sorprende en Kiarostami precisamente es su aparente inocencia, la frescura y sinceridad de su mirada, su grandeza oculta.
La ausencia de artificios narrativos, la cámara casi siempre estática y los planos secuenciales, el trabajo libre con los actores y el equipo, lo hace parecer parte de una a estas alturas imposible primera generación de cineastas, aquéllos que sólo tenían al mundo como referente y ya no el trabajo de colegas anteriores.
Por sobre todo, parece divertirse, disfrutar cada segundo de creatividad y rodaje. Jafar Panahí, otro cineasta iraní fundamental, cuenta que un día decidió averiguar el teléfono de su admirado Kiarosatami, lo llamó, se presentó y ofreció participar de la película que empezaría a rodar unos días después. Terminó desempeñándose como primer asistente de dirección. Las locaciones se encontraban lejos de la ciudad. En los viajes en coche, mientras conversaban, Kiarostami escribió el guión de lo que sería el primer largometraje de Panahí, El globo blanco.
De la mano de ambos, y de Mohsen Makhmalbaf, el mundo comenzó a interesarse por el cine hecho en ese rincón alejado y problemático. Las crisis sociales y políticas a menudo propician en un país y sus habitantes la necesidad de intentar mirarse y descifrarse a sí mismos también por medio del arte. El cine iraní está profundamente anclado en su realidad, la escarba, no se cansa de hurgar. A un mismo tiempo, y de no ser por ello no habría trascendido, habla continuamente de la vida en cualquier parte, la contempla y analiza, le sueña variaciones.
‘Creo en un tipo de cine que ofrece grandes posibilidades y tiempo a su público’, explica Kiarostami, resumiendo en pocas líneas uno de los motores invisibles de su arte, que se expande también a la poesía, la fotografía y las instalaciones de video. ‘Un cine a medio crear, un cine inacabado que consiga completarse gracias al espíritu creativo de los espectadores.’
TRESDespués de la mencionada trilogía de Koker presentó El sabor de la cereza, una obra maestra indiscutible, El viento nos llevará, otra, Abc África, documental entrañable, revelador y poderoso, y una trilogía reciente y revolucionaria compuesta por Diez, disección del mundo femenino iraní, Cinco (dedicados a Yasujiro Ozu), homenaje a un maestro, y 10 sobre Diez, lecciones de cine y contundente declaración de principios del autor, dos de las cuales suceden en coches de principio a fin.
La conversación para llegar al otro, dentro de esos coches. Kiarostami escucha y responde. Sus personajes también. Sentencia Jean-Luc Godard, otro innovador monstruoso e igual de infatigable: ‘El cine comienza con D.W. Griffith y termina con Abbas Kiarostami’. Nosotros casi le creemos. Y quizá el casi no hace falta.
Marzo, 2006.
Los coches como lugar de encuentro. Los coches como consultorio psicológico o confesionario o habitación. Los coches, su locación preferida, como metáfora.
UNOLos grandes artistas hacen que nos enfrentemos a esa realidad que parece lejos de forma distinta. Influyen en nuestras vidas y en la manera de percibirlas y agotarlas. Después de Kiarostami, por ejemplo, subirse a un coche ya nunca será lo mismo. Mirar a los niños tampoco. Varias de sus películas los tienen de personajes principales.
Una de las más célebres es ¿Dónde está la casa de mi amigo?, en la que Ahmed busca la casa de su compañero de curso para entregarle su cuaderno de ejercicios. De no hacerlos, porque es un muchacho distraído y no sería primera vez, lo expulsarán de la escuela. Encontrar la casa de su amigo y entregar el cuaderno se vuelve una gran aventura, una odisea cotidiana inmensa.La película, que deslumbra por su sencillez y espiritualidad, es de 1987. Cuatro años después un terremoto asola la región y deja un saldo de más de cincuenta mil muertos. Kiarostami, acompañado de su hijo, viaja en coche hasta ahí en busca de los pequeños protagonistas, que quizá no siguen vivos. Como resultado del viaje arma Y la vida continúa, segunda entrega de la involuntaria trilogía de Koker, en la que rebosa la vida -y continúa-, a pesar del terremoto y las penurias.
‘Observé el esfuerzo de la gente tratando de reconstruir sus vidas a pesar de su desgracia material y personal’, declaró poco después. ‘El entusiasmo por la vida del que era testigo fue cambiando gradualmente mi perspectiva. La tragedia de muerte y destrucción se fue haciendo cada vez más tenue.’
En Detrás de los olivos vemos a un grupo de cineastas rodando algunas escenas de la película anterior. Kiarostami quiere evidenciar que el cine está y debe estar cerca de la vida, dejando en claro que los personajes, a pesar de ser muy parecidos a los actores naturales que los encarnan, en última instancia están siendo interpretados.
Un cine hecho no para abstraerse y huir, sino para acercarse. A lo que somos. A lo que nos define como seres humanos.
DOSEsa voluntad metarreflexiva, sin embargo, no es excesiva ni demasiado intelectual. Si algo sorprende en Kiarostami precisamente es su aparente inocencia, la frescura y sinceridad de su mirada, su grandeza oculta.
La ausencia de artificios narrativos, la cámara casi siempre estática y los planos secuenciales, el trabajo libre con los actores y el equipo, lo hace parecer parte de una a estas alturas imposible primera generación de cineastas, aquéllos que sólo tenían al mundo como referente y ya no el trabajo de colegas anteriores.
Por sobre todo, parece divertirse, disfrutar cada segundo de creatividad y rodaje. Jafar Panahí, otro cineasta iraní fundamental, cuenta que un día decidió averiguar el teléfono de su admirado Kiarosatami, lo llamó, se presentó y ofreció participar de la película que empezaría a rodar unos días después. Terminó desempeñándose como primer asistente de dirección. Las locaciones se encontraban lejos de la ciudad. En los viajes en coche, mientras conversaban, Kiarostami escribió el guión de lo que sería el primer largometraje de Panahí, El globo blanco.
De la mano de ambos, y de Mohsen Makhmalbaf, el mundo comenzó a interesarse por el cine hecho en ese rincón alejado y problemático. Las crisis sociales y políticas a menudo propician en un país y sus habitantes la necesidad de intentar mirarse y descifrarse a sí mismos también por medio del arte. El cine iraní está profundamente anclado en su realidad, la escarba, no se cansa de hurgar. A un mismo tiempo, y de no ser por ello no habría trascendido, habla continuamente de la vida en cualquier parte, la contempla y analiza, le sueña variaciones.
‘Creo en un tipo de cine que ofrece grandes posibilidades y tiempo a su público’, explica Kiarostami, resumiendo en pocas líneas uno de los motores invisibles de su arte, que se expande también a la poesía, la fotografía y las instalaciones de video. ‘Un cine a medio crear, un cine inacabado que consiga completarse gracias al espíritu creativo de los espectadores.’
TRESDespués de la mencionada trilogía de Koker presentó El sabor de la cereza, una obra maestra indiscutible, El viento nos llevará, otra, Abc África, documental entrañable, revelador y poderoso, y una trilogía reciente y revolucionaria compuesta por Diez, disección del mundo femenino iraní, Cinco (dedicados a Yasujiro Ozu), homenaje a un maestro, y 10 sobre Diez, lecciones de cine y contundente declaración de principios del autor, dos de las cuales suceden en coches de principio a fin.
La conversación para llegar al otro, dentro de esos coches. Kiarostami escucha y responde. Sus personajes también. Sentencia Jean-Luc Godard, otro innovador monstruoso e igual de infatigable: ‘El cine comienza con D.W. Griffith y termina con Abbas Kiarostami’. Nosotros casi le creemos. Y quizá el casi no hace falta.
Marzo, 2006.
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