Un universo de evocaciones enajenadas del cine mudo
Por L. M.
¿Cuál es la canción más triste del mundo? Esa es la pregunta que plantea, de una manera muy particular, The Saddest Music in the World, la primera película de Guy Maddin que llega al circuito comercial de Buenos Aires (aunque en una devaluada proyección en dvd, como se ha convertido en la mala costumbre para los estrenos más interesantes del año, ya sean de Jean-Luc Godard o Lars von Trier). Pero, ¿quién es Guy Maddin? Después del apogeo de Atom Egoyan y de David Cronenberg, Maddin es el auténtico enfant terrible del cine canadiense, un director tan insólito y fuera de lo común como sus predecesores, pero quizá más aún, en la medida en que ha construido toda su obra (que no es poca: viene filmando desde hace quince años) en los márgenes de eso que algunos llaman industria. Su cine, que no distingue fronteras entre cortos y largometrajes, ha sido siempre –desde que se dio a conocer con Tales from the Gimli Hospital (1988), Archangel (1990) y Careful (1992)– de una radicalidad sin concesiones, un permanente espejismo hecho de sueños y pesadillas. Y, ya se sabe: la experimentación no suele tener demasiado espacio de difusión fuera del ámbito especializado de los festivales y las cinematecas. Aunque con La canción más triste del mundo –estrenada casi simultáneamente en la Mostra de Venecia y el Festival de Toronto de hace tres años– algo de eso empezó a cambiar para Maddin, sin que él haya resignado nada a cambio.
Las principales revistas canadienses de cine –Cinemascope, Take One, Montage– le dedicaron sus notas de tapa, la cobertura en los diarios nacionales fue más importante que nunca para una película de Maddin y The Saddest Music in the World fue la única de sus películas que consiguió distribución internacional. ¿Qué tiene esta música que hace tanto ruido? Humor, imaginación, originalidad, algo que suele estar cada vez más en falta en el cine contemporáneo. En los créditos de la película se puede leer que está basada en un argumento original de Kazuo Ishiguro, el autor de la novela Lo que queda del día, pero parece difícil pensar una película más diferente a ese monumento al realismo que fue la adaptación de aquel texto que hizo para el cine James Ivory. El film de Maddin no parece transcurrir en ningún otro lado que en su propia cabeza, en su propio mundo onírico, hecho de evocaciones enajenadas del cine mudo, como ya sucedía en el corto The Heart of the World, que la revista Time consideró uno de los diez mejores films del flamante siglo XXI.
Corre el año 1933. La Gran Depresión se cierne sobre Winnipeg –la ciudad natal de Maddin, “la capital mundial de la pena”, según la define su propia película– y Lady Port-Huntley (Isabella Rossellini) regentea allí el negocio de la cerveza, con la esperanza de que el inminente fin de la Ley Seca del otro lado de la frontera le permita inundar el mercado estadounidense. Para estar preparada para ese momento, esta muñeca siniestra que compone Rossellini, que parece escapada del clásico Freaks (1932) de Tod Browning –es apenas un torso maligno sin piernas–, organiza un concurso para descubrir la música más triste del mundo.
Y hasta ese rincón olvidado del mapa llegan los más insólitos contendientes, desde una banda de mariachis mexicanos hasta un solitario ejecutante de flauta del reino de Siam. La convocatoria también arrastra hasta allí a quien fuera su amante, que es ahora un entrepreneur de Broadway; al padre de su amante, que también está enamorado de la Baronesa de la Cerveza, y a toda una galería de personajes desquiciados que viven sus pasiones en un mundo torvo y oscuro, hecho de sombras, como si Maddin hubiera encontrado para algunas de sus escenas los decorados originales de El gabinete del doctor Caligari.
Por momentos, el film de Maddin (que cuenta entre sus colaboradores más cercanos con el cineasta argentino Rubén Guzmán) puede llegar a tornarse abrumador, agobiante, pero al mismo tiempo no se puede dejar de reconocer que en esta experiencia de Maddin no hay nada del gesto vacío del reciclaje posmoderno, como podría llegar a pensarse. Se trata más bien de otra cosa: de un mundo paralelo, hecho de visiones y ensueños, que parece venir a desafiar al racionalismo a ultranza que rige la vida cotidiana de la sociedad canadiense.
¿Cuál es la canción más triste del mundo? Esa es la pregunta que plantea, de una manera muy particular, The Saddest Music in the World, la primera película de Guy Maddin que llega al circuito comercial de Buenos Aires (aunque en una devaluada proyección en dvd, como se ha convertido en la mala costumbre para los estrenos más interesantes del año, ya sean de Jean-Luc Godard o Lars von Trier). Pero, ¿quién es Guy Maddin? Después del apogeo de Atom Egoyan y de David Cronenberg, Maddin es el auténtico enfant terrible del cine canadiense, un director tan insólito y fuera de lo común como sus predecesores, pero quizá más aún, en la medida en que ha construido toda su obra (que no es poca: viene filmando desde hace quince años) en los márgenes de eso que algunos llaman industria. Su cine, que no distingue fronteras entre cortos y largometrajes, ha sido siempre –desde que se dio a conocer con Tales from the Gimli Hospital (1988), Archangel (1990) y Careful (1992)– de una radicalidad sin concesiones, un permanente espejismo hecho de sueños y pesadillas. Y, ya se sabe: la experimentación no suele tener demasiado espacio de difusión fuera del ámbito especializado de los festivales y las cinematecas. Aunque con La canción más triste del mundo –estrenada casi simultáneamente en la Mostra de Venecia y el Festival de Toronto de hace tres años– algo de eso empezó a cambiar para Maddin, sin que él haya resignado nada a cambio.
Las principales revistas canadienses de cine –Cinemascope, Take One, Montage– le dedicaron sus notas de tapa, la cobertura en los diarios nacionales fue más importante que nunca para una película de Maddin y The Saddest Music in the World fue la única de sus películas que consiguió distribución internacional. ¿Qué tiene esta música que hace tanto ruido? Humor, imaginación, originalidad, algo que suele estar cada vez más en falta en el cine contemporáneo. En los créditos de la película se puede leer que está basada en un argumento original de Kazuo Ishiguro, el autor de la novela Lo que queda del día, pero parece difícil pensar una película más diferente a ese monumento al realismo que fue la adaptación de aquel texto que hizo para el cine James Ivory. El film de Maddin no parece transcurrir en ningún otro lado que en su propia cabeza, en su propio mundo onírico, hecho de evocaciones enajenadas del cine mudo, como ya sucedía en el corto The Heart of the World, que la revista Time consideró uno de los diez mejores films del flamante siglo XXI.
Corre el año 1933. La Gran Depresión se cierne sobre Winnipeg –la ciudad natal de Maddin, “la capital mundial de la pena”, según la define su propia película– y Lady Port-Huntley (Isabella Rossellini) regentea allí el negocio de la cerveza, con la esperanza de que el inminente fin de la Ley Seca del otro lado de la frontera le permita inundar el mercado estadounidense. Para estar preparada para ese momento, esta muñeca siniestra que compone Rossellini, que parece escapada del clásico Freaks (1932) de Tod Browning –es apenas un torso maligno sin piernas–, organiza un concurso para descubrir la música más triste del mundo.
Y hasta ese rincón olvidado del mapa llegan los más insólitos contendientes, desde una banda de mariachis mexicanos hasta un solitario ejecutante de flauta del reino de Siam. La convocatoria también arrastra hasta allí a quien fuera su amante, que es ahora un entrepreneur de Broadway; al padre de su amante, que también está enamorado de la Baronesa de la Cerveza, y a toda una galería de personajes desquiciados que viven sus pasiones en un mundo torvo y oscuro, hecho de sombras, como si Maddin hubiera encontrado para algunas de sus escenas los decorados originales de El gabinete del doctor Caligari.
Por momentos, el film de Maddin (que cuenta entre sus colaboradores más cercanos con el cineasta argentino Rubén Guzmán) puede llegar a tornarse abrumador, agobiante, pero al mismo tiempo no se puede dejar de reconocer que en esta experiencia de Maddin no hay nada del gesto vacío del reciclaje posmoderno, como podría llegar a pensarse. Se trata más bien de otra cosa: de un mundo paralelo, hecho de visiones y ensueños, que parece venir a desafiar al racionalismo a ultranza que rige la vida cotidiana de la sociedad canadiense.
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LA ZONA 2807
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