En un momento de ofuscación, Sylvia ha decidido abandonar a sus dos hijastros en una desierta carretera, cerca de la frontera entre Polonia y Alemania. Recuperada la calma, regresa a buscarlos pero ya no hay rastro de ellos. Lea de nueve años y Konstantin de siete, han desaparecido. Sylvia opta por volver a casa pero se encuentra en un dilema: no puede contar la verdad a su marido Josef. Proyecto de fin de carrera para Christoph Hochhäusler, Milchwald se asemeja a una moderna versión de Hansel y Gretel que acentúa los aspectos más melodramáticos del relato, centrándose en la soledad, los problemas emocionales y la dificultad de aceptar la realidad de las cosas.
La película empieza con una mujer joven al volante y un nene
y una nena en el asiento trasero del auto. El coche avanza por una ruta a cuyos
costados parece no haber nada. El campo. Están cruzando la frontera alemana; la
mujer pretende ir de compras a Polonia en lo que parece ser un viaje
relativamente corto, pero la nena no hace otra cosa que quejarse. En su
insolencia, en su falta de empacho al recordarle a la mujer que ella no es su
madre, se va perfilando rápidamente un pequeño monstruo de acaso unos once años
de edad. Hasta que harta del berrinche y de las burlas –a las que el nene sólo
se suma inocentemente, como un juego–, la mujer detiene el auto y los obliga a
bajarse. Y, acto seguido e inesperadamente, arranca de nuevo y los deja atrás,
por las suyas. Recién un tiempo después la mujer volverá hasta el punto en que
los abandonó, pero los chicos ya habrán emprendido camino. Y se hace de noche,
y los chicos se adentran en el bosque, perdidos como Hansel y Gretel.
La película se llama El bosque lácteo y si la imagen de los
chicos perdidos remite al cuento de los hermanos Grimm es porque ese relato fue
el punto de partida de su autor y director, Christoph Hochhäusler, uno de los
representantes de un movimiento de cine alemán contemporáneo que se conoce internacionalmente
como “La escuela de Berlín”.
Conocido en el mundo del cine originalmente en la segunda
mitad de los ’90 como coeditor de la revista Revolver –que desde entonces
aspira a aportar una corriente de aire nuevo a las discusiones sobre cine–,
Hochhäusler integra un grupo más o menos informal al que también pertenecen los
más conocidos Christian Petzold (director de La seguridad interior, Jerichow,
Yella y Fantasmas, por mencionar las películas que podrán verse en el ciclo),
Angela Schanelec (Marsella, Atardecer) y Thomas Arslan (Vacaciones), además de
los algo más “nuevos” Henner Winkler (Viaje de egresados, Lucy), Benjamin
Heisenberg (El espía durmiente) o Vaneska Grisebach (Anhelo), entre otros.
Grupo informal porque, un poco a la manera de los cineastas del Nuevo Cine
Argentino –un movimiento bastante afín en varios aspectos–, no todos aquellos
que son englobados bajo su nombre se reconocen como parte de una misma
corriente, y a veces hasta expresan rechazo por el intento de embolsarlos y
etiquetarlos. De hecho, muchos de ellos no provienen de Berlín y ni siquiera
estudiaron en la capital alemana. Los casos de Petzold o Hochhäusler pueden ser
variantes representativas en este sentido. Nacido en 1960, Petzold se crió en
el pequeño pueblo de Hilden, que no tenía salas de cine, y en una época en que
Alemania occidental sólo tenía un par de canales de televisión, así que no
empezó a ver películas hasta que estaba ya en el colegio secundario. Su primer
gran contacto con los que luego declararía como sus mayores influencias –un
ciclo de más de cuarenta películas de Hitchcock–- fue en la cinemateca de lo
que hoy es el Museum Ludwig en Colonia. Hochhäusler declaró haberse iniciado
también muy tarde, superada una infancia sin cine, con apenas unos cuantos
films de Disney vistos en familia por televisión, y recién tras abandonar
estudios de arquitectura en Berlín, anotarse en la Academia de Cine y
Televisión... de Munich.
Las afinidades con el Nuevo Cine Argentino no se terminan en
esa resistencia a identificarse como expresiones de una misma y homogénea
corriente; también han sido blanco del mismo tipo de críticas. Según cuenta el
crítico norteamericano Marco Abel en un extenso y recomendable artículo sobre
la escuela de Berlín, publicado en el sitio Cineaste.com, el director alemán
Oskar Roehler –perteneciente a la misma generación pero claramente diferenciado
de la escuela– ha lanzado sobre buena parte de las películas de esta nueva
camada la acusación de que en ellas “no pasa nada”, que no hay nada sustancial
en su buscada lentitud, en esos planos sostenidos, en su exiguos diálogos. En
esas películas que, mientras los grandes éxitos “exportables” del cine alemán
recientes –títulos conocidos por acá, como Goodbye Lenin!, La vida de los
otros, La caída– atraen a cientos de miles y hasta millones de espectadores,
apenas consiguen convocar a 5 mil, 10 mil; 50 mil en algún caso excepcional.
Volviendo a El bosque lácteo, el Hansel & Gretel
contemporáneo de Hochhäusler, puede decirse que es una película que adolece de
todos esos “defectos” apuntados por los detractores de la escuela de Berlín:
sin ser particularmente estática, hay cierta morosidad en los recorridos
paralelos que siguen a la secuencia en que los chicos quedan solos en medio de
la nada. El recorrido de los dos nenes, por un lado, que encuentran en el
bosque a un hombre polaco que viaja en una camioneta ganándose la vida como
puede y que en un principio se dispone a llevar a los chicos a la policía para
que ésta se ocupe de devolverlos a su hogar, hasta que se entera de que el
padre ha ofrecido una recompensa. Y por otro lado, el recorrido del padre, que
desespera mientras su mujer no le cuenta absolutamente nada de lo que ha
ocurrido. Contra la idea de un film estrictamente narrativo, y por más que sí
contiene un relato claro y lineal, lo que se impone es la tensión del personaje
de la madrastra, su carácter apagado y su comportamiento irritantemente
desafectado, como si la suerte de los chicos no le importara, o como si
simplemente se hubiera resignado a recibir las consecuencias que le toquen
cuando el padre se reencuentre con ellos y se entere de la verdad sobre lo que
ha ocurrido. En su frialdad, en la frialdad de la relación con su marido, la
mujer –y un poco el hombre, y su hija perdida– se parece a los ambientes de la
casa que habita la familia. En su amargura, en su panorama de incomunicación,
de muerte-en-vida social de la Europa contemporánea, parece encontrarse el
verdadero centro de El bosque lácteo.
En cuanto al artículo que puede leerse –aunque sólo en inglés–
en Cineaste.com (titulado Intensifying Life: The Cinema of the Berlin School),
Abel caracteriza los rasgos de este movimiento con claridad y precisión.
Mientras que las películas más vistas y premiadas internacionalmente del cine
alemán (Los falsificadores se llevó el Oscar el año pasado, como En un lugar de
Africa lo había hecho unos años atrás) no hicieron nada por “hacer progresar el
arte del cine” y con la excepción de los films de Fatih Akin “abrazaron la
estética y las estrategias narrativas más convencionales”, dice Abel, estas
otras películas más pequeñas y en general más ignoradas incluso en su propio
país, han conformado “si se quiere, un contra-cine (que constituye) el primer
intento colectivo de importancia por innovar en materia estética desde el Nuevo
Cine Alemán de Fassbinder, Herzog, Wenders, Alexander Kluge, Margarethe von
Trotta en los ’60 y ’70”. La nueva generación, que proviene de Berlín, pero
también de Hamburgo, de Munich y otras zonas del país, ha hecho films que no
sólo no tratan sobre la capital berlinesa sino que tampoco transcurren allí:
“Uno de sus aspectos más interesantes es su voluntad de encontrar espacios
fuera de los centros urbanos del país”. En lo formal, “están dominados por
largas tomas, un encuadre clínicamente preciso, el uso de música y sonidos
primordialmente diegéticos (ambientales) y la confianza en el uso de actores no
profesionales elegidos antes por quienes son que por quienes podrían encarnar”.
Una textura poética, agrega, que reclama de su público cierta atención, “de
manera tal que nuestras percepciones sensoriales puedan sintonizarse con los
aspectos extraordinarios de vidas más bien ordinarias. Este cine (que trabaja
con el mundo contemporáneo como materia prima) se propone capturar la
normalidad, haciendo emerger de sus imágenes lo extraordinario de la vida
cotidiana”. En ese sentido, dice, se trata de un cine político. No en el
sentido convencional –militante, de agitación– del término, sino en tanto
responde, reflejándola –en esos planos largos, en sus tiempos morosos, poco
dialogados–, a “la parálisis socio cultural” que afecta al país en opinión de
muchos artistas e intelectuales, desde que “la fiesta de la reunificación llegó
a su fin”.
Quien quiera ver toda esta potencia para la revulsión en ese
retrato gélido de la vida suburbana que sirve de fondo a la historia de El
bosque lácteo, o en ese monstruito que se acecha en una nena de no más de 11
años de edad –y que se va volviendo cada vez más temible y peligrosa hacia el
final–, puede sentirse avalado por los defensores de esta escuela sin programa
ni centro. Y por el propio Hochhäusler, que, puesto a definir “el tema de mi
película siempre surge la pareja del miedo, representado por el rol de la
madrastra, y el miedo al miedo en la figura del padre. La única salida de esta
doble ceguera que se potencia a sí misma es la comunicación. Esta es mi
verdadera utopía: el diálogo como herramienta revolucionaria”.
Por Mariano Kairuz - Radar/Página 12
FA 3861
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