Unos náufragos militares japoneses llegan a una isla que parece desierta, pero allí viven una bella mujer y su marido. Cuando la mujer suscita el deseo erótico de los hombres, éstos empiezan a competir para poseerla. Reciben un comunicado que les informa de que la guerra ha terminado y Japón ha sido derrotado, pero prefieren creer que es una treta del enemigo y prosiguen su obsesiva disputa por Keiko. La cámara y la voz de Sternberg acompasan este mítico filme sobre la fascinación por la mujer.
“Anatahan” es una película sorprendente, única en toda la historia del cine. Aunque Sternberg, en realidad y pese a su excepcional uso del sonido, siempre siguió haciendo cine mudo en el estadio más puro, su film postrero subraya el hecho del modo más contundente. No sólo por ese aire irreal que destila, pues, salvo algunos planos de exteriores sin personajes, todo el film se rodó en estudio; también por la insistencia en el puro gesto y en el inserto elocuente. Pero, por otro lado, y aquí viene la mayor extrañeza, “Anatahan” resulta especialmente avanzada para su tiempo y, aún hoy, decididamente moderna, ya que opera un marcado distanciamiento sobre su material de base, al que no es ajena su manifiesta teatralidad en el sentido más noble: la artificiosa reconstrucción de los decorados, la frontalidad de numerosos encuadres, las miradas a cámara en el desfile final (que van muchísimo más allá del guiño fordiano que cierra “El hombre tranquilo”).
Contrarios inusitados, cine y teatro, antigüedad y modernidad, se aúnan armoniosamente en “Anatahan”. La mirada al pasado es el trampolín para el futuro. Así lo atestigua la asombrosa elección de Sternberg, tan deudora del uso de intertítulos en el cine silente como novedosa en ése y en cualquier momento, de superponer a la versión original japonesa su propia voz en inglés, para traducir algún diálogo, anticipar acontecimientos o comentar la acción con máximas filosóficas, pese a que la película, tal es su sabiduría, se entienda perfectamente sin la voz en off. En efecto, esta voz reflexiva, que pone en primer término ese yo de la enunciación que tanto gustan de alabar los semiólogos al hablar de Welles, por ejemplo, enlaza ejemplarmente el último film del vienés con el primero, donde los rótulos parecían empeñados en comunicar el pensamiento de su autor; sólo que en “Anatahan” los comentarios son más escuetos, menos rimbombantes y mucho más sabios, por lo que aquello que en “The salvation hunters” era más bien defecto (perdonable, eso sí), ahora muda en virtud. Lo mismo cabe decir de otra inusitada rima con su primera filmografía: las serpentinas que en “La ley del hampa” le daban al cabaret ese aire tan barroco e irreal, ahora se transforman en las maromas del buque, las lianas de la jungla, las hojas de la vegetación, las redes o el entramado de los muebles, superando la intención decorativa para ilustrar una verdad esencial. Nunca personajes de un film han sido más prisioneros del entorno, físico y moral, que en la estación japonesa del cineasta; y nunca han estado más enjaulados, en otro rasgo de precursora modernidad, por la propia puesta en escena. Igual que esos peces de acuario que pululan por los títulos de crédito.
Barrotes como en un zoo, voz en off explicativa como en un documental: se diría que Sternberg contempla a sus criaturas con curiosidad antropológica…, o simplemente etológica. Pues, en efecto, si al norteamericano le atrajo el caso real de los soldados japoneses naufragados siete años en una isla desierta, fue, sin duda, para entregarse con ahínco a la puesta en evidencia del primitivismo subyacente en la sociedad (de cualquier país), para mostrar cómo, bajo circunstancias adversas, la civilización sucumbe ante la barbarie (inmersión sugerida por esos bellísimos travellings que nos introducen en la espesa selva, parientes de los ejecutados sobre los hombres entregados a la molicie o deslumbrados por la presencia de Keiko); en resumidas cuentas, para despojar de su máscara, esa meta crucial de su obra entera, a toda una sociedad. (...) No es de extrañar que “Anatahan”, final pieza maestra de un gran director, recibiera en Japón una acogida tan hostil, y en el resto del mundo, tan despreciativa, que incluso hoy en día sigue siendo una de sus películas menos difundidas; y aún peor, que en su momento supusiera el punto y final de tan brillante carrera. No hay clemencia para el que dice las verdades. Al menos, es un consuelo, la última secuencia de Sternberg es una de las más emocionantes, densas y admirables de toda la historia del cine. (Texto de Fernando Usón, tomado de El pollo urbano)
FA 4075
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