II Guerra Mundial, Isla de Guadalcanal, 1942. Un grupo de
hombres pertenecientes a la compañía de fusileros del ejército "C de
Charlie" combate contra el ejército japonés por la conquista de una
estratégica colina.
Las imágenes de un paisaje paradisíaco con que se abre La
delgada línea roja, de un mundo virgen que todavía no conoce el avance
inclemente de la civilización, hablan, ya desde el comienzo, de la eterna lucha
que parece habitar en el corazón de la naturaleza. Un inmenso cocodrilo, que se
interna ominosamente en las aguas de un pantano, le sirve al director Terrence
Malick para insinuar la preocupación que funcionará como el primer motor de las
casi tres horas de su película. ¿La armonía del universo lleva también en sí
misma, como una condena, la violencia inherente a la supervivencia? ¿La guerra
forma parte del núcleo de la naturaleza? ¿La naturaleza está en guerra
permanente consigo misma?
Lo primero que llama la atención de La delgada línea roja es su construcción, la estructura con que Malick les dio forma a cientos de horas de material filmado, la mayoría de las cuales quedaron en el piso de la sala de montaje, como si todo su film –algo insólito en el cine de Hollywood de hoy– hubiera sido concebido, antes que nada, como una herramienta de conocimiento. Esa construcción tiene la forma de un inmenso signo de pregunta, como si la película toda se interrogara una y otra vez –desde la imagen, pero también en voz alta, a partir de una serie de monólogos interiores de sus distintos personajes– por aquello que yace en el centro de su tema, el significado de la guerra, más allá de la circunstancia de un hecho bélico en particular.
De ahí que el tratamiento de un episodio crucial de la batalla de Guadalcanal sea para Malick casi motivo de abstracción. La naturaleza desencadenada que muestra La delgada línea roja puede ser tanto la de las islas del Pacífico que sirvieron de teatro de operaciones a los tramos finales dela Segunda Guerra
Mundial como la que después volvieron a enfrentar los soldados norteamericanos
en Vietnam. En este sentido, el film de Malick está mucho más cerca, por
ejemplo, de Apocalypse Now! que de Rescatando al soldado Ryan. Con el film de
Coppola, La delgada... comparte la perplejidad esencial de sus soldados frente
a una realidad que les es ajena y también frente a un enemigo casi invisible,
con el campo de batalla convertido en un espacio mítico, ubicado más allá de la
historia y el tiempo. Del film de Spielberg, a The Thin Red Line lo separa no
sólo su negación del patriotismo (nadie aquí parece estar peleando por un
ideal, sino simplemente para salvar su vida y eventualmente la de sus
compañeros) sino también, sobre todo, su fuerte tendencia antinarrativa. Allí
donde el film de Spielberg privilegiaba lo que sin duda es su fuerte como
cineasta, la solidez del relato, Malick, en cambio, hace un film mucho más
libre, de un acento lírico que parece inspirado al mismo tiempo en el cine de
Murnau y en la poesía de Walt Whitman.
En Badlands (1973) y particularmente en Días de gloria (1978), sus dos únicas películas anteriores, Malick ya había demostrado esa tendencia contemplativa, casi panteísta, de su cine, pero aquí, con la inestimable colaboración del virtuoso fotógrafo John Toll, la lleva al extremo, en un film que se desvela por la infinita variedad de formas de vida que dan forma a la naturaleza. “¿Somos todos un mismo, único ser con distintos rostros?”, se pregunta, en su fluir de la conciencia, el soldado Witt (Jim Caviezel). Esa pregunta puede llevar en sí misma la respuesta, al menos deacuerdo a la concepción del film, que no tiene un único protagonista sino una multiplicidad de rostros y voces que se van sumando unas a otras, sin que Malick se sienta en la necesidad de desarrollar sus personajes a la manera en que lo suele hacer el cine de Hollywood.
El único momento en el cual La delgada... presenta un conflicto dramático a la manera tradicional es también uno de los más intensos, el enfrentamiento entre el capitán Staros (Elias Koteas), que se resiste a mandar a la muerte a sus subordinados, y el teniente coronel Gordon Tall (un soberbio Nick Nolte), empeñado en tomar una colina sin importarle la cantidad de bajas. Ese momento sirve además a la manera de un punto de inflexión del film, que a partir de allí adquirirá una mayor gravedad.
Si el film puede dividirse, como una composición musical, en tres grandes movimientos –el desembarco, la sangrienta toma de la colina, el paisaje después de la batalla–, esa circunspección se verá acentuada hacia el movimiento final, cuando se vuelve enfático, casi tautológico en su obsesiva reiteración de preguntas sin respuestas. A este efecto de seriedad forzada contribuye la música omnipresente de Hanns Zimmer, que llega a saturar la banda sonora, recargándola innecesariamente de significados. Ese lastre, sin embargo, no consigue anular la enorme libertad formal del film, que recupera para Hollywood la idea del cineasta-autor, cuya obra depende única y exclusivamente de su mayor o menor inspiración y no de una mera operación de marketing. (Luciano Monteagudo, Pàgina 12)
Lo primero que llama la atención de La delgada línea roja es su construcción, la estructura con que Malick les dio forma a cientos de horas de material filmado, la mayoría de las cuales quedaron en el piso de la sala de montaje, como si todo su film –algo insólito en el cine de Hollywood de hoy– hubiera sido concebido, antes que nada, como una herramienta de conocimiento. Esa construcción tiene la forma de un inmenso signo de pregunta, como si la película toda se interrogara una y otra vez –desde la imagen, pero también en voz alta, a partir de una serie de monólogos interiores de sus distintos personajes– por aquello que yace en el centro de su tema, el significado de la guerra, más allá de la circunstancia de un hecho bélico en particular.
De ahí que el tratamiento de un episodio crucial de la batalla de Guadalcanal sea para Malick casi motivo de abstracción. La naturaleza desencadenada que muestra La delgada línea roja puede ser tanto la de las islas del Pacífico que sirvieron de teatro de operaciones a los tramos finales de
En Badlands (1973) y particularmente en Días de gloria (1978), sus dos únicas películas anteriores, Malick ya había demostrado esa tendencia contemplativa, casi panteísta, de su cine, pero aquí, con la inestimable colaboración del virtuoso fotógrafo John Toll, la lleva al extremo, en un film que se desvela por la infinita variedad de formas de vida que dan forma a la naturaleza. “¿Somos todos un mismo, único ser con distintos rostros?”, se pregunta, en su fluir de la conciencia, el soldado Witt (Jim Caviezel). Esa pregunta puede llevar en sí misma la respuesta, al menos deacuerdo a la concepción del film, que no tiene un único protagonista sino una multiplicidad de rostros y voces que se van sumando unas a otras, sin que Malick se sienta en la necesidad de desarrollar sus personajes a la manera en que lo suele hacer el cine de Hollywood.
El único momento en el cual La delgada... presenta un conflicto dramático a la manera tradicional es también uno de los más intensos, el enfrentamiento entre el capitán Staros (Elias Koteas), que se resiste a mandar a la muerte a sus subordinados, y el teniente coronel Gordon Tall (un soberbio Nick Nolte), empeñado en tomar una colina sin importarle la cantidad de bajas. Ese momento sirve además a la manera de un punto de inflexión del film, que a partir de allí adquirirá una mayor gravedad.
Si el film puede dividirse, como una composición musical, en tres grandes movimientos –el desembarco, la sangrienta toma de la colina, el paisaje después de la batalla–, esa circunspección se verá acentuada hacia el movimiento final, cuando se vuelve enfático, casi tautológico en su obsesiva reiteración de preguntas sin respuestas. A este efecto de seriedad forzada contribuye la música omnipresente de Hanns Zimmer, que llega a saturar la banda sonora, recargándola innecesariamente de significados. Ese lastre, sin embargo, no consigue anular la enorme libertad formal del film, que recupera para Hollywood la idea del cineasta-autor, cuya obra depende única y exclusivamente de su mayor o menor inspiración y no de una mera operación de marketing. (Luciano Monteagudo, Pàgina 12)
"Un hombre mira un pájaro muriéndose y no ve más que un
dolor sin respuesta, otro hombre mira ese mismo pájaro, y siente la gloria."
FA 4456
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