Gran Bretaña, siglo XVIII. John Mohune es un joven noble pero sin un penique que es enviado por su madre moribunda a Moonfleet, bajo la protección de Jeremy Fox. El chico descubre que Fox es, además de el antiguo amante de su madre, el jefe de una banda de bucaneros. Entre los dos surgirá una extraña amistad mientras las aventuras comienzan a suceder...
Frecuentemente relegada a la categoría de obra menor o considerada un forzado y rutinario compromiso de estudio, Los contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet, 1955) no goza del prestigio asociado a la mayor parte de la obra de Fritz Lang (especialmente de su etapa alemana). Como ocurre también con El tigre de Esnapur - La tumba india (Der tiger von Eschnapur - Das indische grabmal, 1959), la impresión inicial, que invita a verla como una película de evasión y aventuras para el entretenimiento fácil de grandes audiencias, impide prestar la adecuada atención a los recursos que movilizan y que hacen de ellos films de tanto calado emocional, complejidad temática y exigencia formal como las películas serias, aparentemente alejadas en sus planteamientos y más preocupadas por el testimonio social y los temas graves.
Los contrabandistas de Moonfleet fue el segundo y último trabajo de Lang para la Metro-Goldwyn-Mayer, compañía en la que había inaugurado su carrera norteamericana con Furia (Fury, 1936) dos décadas atrás; su productor, John Houseman, —recordemos— era la persona que en 1937 había fundado junto a Orson Welles el Mercury Theatre, llevando a las ondas al año siguiente la famosa versión radiofónica de La guerra de los mundos. Como productor de cine, Houseman había hecho posible el debut en la dirección de Nicholas Ray con Los amantes de la noche (They Live by Night, 1948) y, ese mismo año, la gran aportación de Max Ophüls a la cinematografía estadounidense: Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948). El guión de Moonfleet se inspiraba en la novela de John Meade Falkner y recreaba a su manera personajes y ambientes de Stevenson (más concretamente de La isla del tesoro) para narrar la historia de amistad entre un niño (John Mohune), que regresa a la casa señorial donde vivió su familia en tiempos de gloria, y un hombre dedicado al contrabando (Jeremy Fox) que había amado a su fallecida madre. Situada en un pueblo del sur de la costa inglesa en 1757, el relato es esencialmente conducido por la mirada del niño y toma forma de aventura de aprendizaje con intrigas palaciegas, cementerios con misteriosos inquilinos nocturnos y tesoros escondidos en crípticos mensajes. A excepción de las escenas en la playa, la película se filmó íntegramente en estudio (precisamente en los decorados que habían sido utilizados antes por Vincente Minnelli en Brigadoon (1954).
En palabras del músico Miklós Rózsa, la labor en Moonfleet no había sido especialmente grata a Lang y en absoluto comparable a la anterior colaboración de ambos en Secreto tras la puerta (Secret beyond the Door, 1948): «Almorzamos en el restaurante del estudio al final de la filmación. [Lang] estaba cansado y deseoso de abandonar la película lo antes posible, a fin de olvidar esa experiencia». Al parecer, el montaje se realizó sin la supervisión de Lang, después de su partida de Hollywood, y éste confesó más tarde que el resultado falseaba el sentido original de su película. Incidencias de la producción y conflictos de intereses aparte, lo cierto es que, tal como ha llegado a nosotros, en Moonfleet encontramos un arrebatador lirismo, difícilmente equiparable a cualquier otra película. Como opina Luis Aller, se trata de «uno de los films de esencia más insondable e indefinible de la historia del cine, ejemplo palpitante de misterio y emoción, ballet romántico al límite de los dominios de la muerte en un film dominado por dos muertos».
Los primeros instantes preludian el turbulento romanticismo que impregna la obra. Los títulos de crédito, con la música de Rózsa, aparecen sobre una secuencia encadenada de imágenes nocturnas de un mar embravecido que embiste contra las rocas y la arena de una playa. El mar tiene gran importancia en la acción de Moonfleet: es el medio que proporciona la mercancía a los contrabandistas, es el lugar frente al que tiene lugar una decisiva traición a Jeremy Fox y donde éste inicia su viaje final a bordo de un bote tras despedirse del joven y leal John. Como hemos señalado, son las únicas escenas que no fueron rodadas en el plató y es inevitable que adquieran una connotación especial al recordar algo que Lang manifestaba en 1930: «Nunca he tenido el valor de poner en una de mis películas una sola toma del mar. El mar me asusta (…) y sin embargo nada me encanta más que el mar. Pero como no creo que nadie sea capaz de traducir el elemento poético del mar, ya sea en un poema, en un cuadro o en una película, yo mismo no me he atrevido nunca a hacerlo».
Quizás esa reticencia a filmar lo irrepresentable es lo que desprende la enigmática pregnancia de esos lugares, como también ocurre con la abandonada mansión y su jardín de estatuas, el cementerio —cuyo subsuelo es además el centro de operaciones de los contrabandistas y que se le aparecen como fantasmas a John, y donde él mismo se transforma en un fantasma cuando queda atrapado en la tumba y pide auxilio—, o la tenebrosa iglesia presidida por una imagen de Barbarroja, esculpida con el sudor del miedo. Lugares todos ellos que otorgan más presencia a los muertos que a los vivos y donde, sin embargo, el pequeño John (descendiente de la amante de Jeremy, así como del temible Barbarroja) aprenderá las lecciones de la valentía y la amistad, desvelando para ello misterios largamente ocultos. Unos escenarios que parecen tener vida propia a los ojos de John, como ese árbol que cae en el jardín cuando la tormenta abre furiosamente las ventanas de su habitación, justo después de una revelación crucial sobre el pasado de Jeremy, personaje interpretado por Stewart Granger.
Lang decía no sin ironía que el Cinemascope sólo servía para fotografiar funerales y serpientes, pero en este film se hace gala como pocas veces de una utilización magistral del formato panorámico de la pantalla, jerarquizando sabiamente los elementos escenográficos y modulando la dramaturgia que despliegan los personajes en el encuadre. Asimismo, a pesar de lo convencional de la historia, las soluciones de realización del vienés se concretan muchas veces en un lenguaje absolutamente original, diferenciado de los procedimientos del cine clásico. Como ha estudiado Vicente José Benet, la escritura que Lang emplea para su relato enfatiza la presencia de un enunciador, en detrimento de la eficacia narrativa que garantiza la gestión invisible del modelo clásico. Esta técnica provoca deslizamientos del punto de vista narrativo que, por ejemplo, permiten a una estatua convertirse en un personaje más, capaz no sólo de ser mirado sino también de mirar desde más allá del tiempo y de la vida.
A pesar de su rara vinculación a priori con el universo languiano y de su apariencia de historia de aventuras, es posible ver como en Moonfleet están presentes hallazgos coherentes con la visión del mundo que impregna los films más conocidos del autor de M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931). Así, el final es una de las más emotivas visiones sobre el peso del destino en el itinerario humano que Lang mostró en la pantalla. Tras haber renunciado a la riqueza y a la libertad, Jeremy se despide de John comunicándole que "no siempre podemos hacer lo que queramos". Después se adentra con su bote en el mar en un último viaje más simbólico que real. (Texto de Jaime Natche, tomado de Miradas de Cine)
FA 4147
No hay comentarios:
Publicar un comentario