Tras filmar su primera película americana (Furia, 1936), Fritz Lang se aventura en un segundo proyecto que realizaría de forma independiente, debido a que se encontraba inconforme con el inflexible sistema de las grandes compañías productoras. De nueva cuenta un marginado es el protagonista de la historia; un ex convicto cuyo rechazo social lo orilla otra vez al crimen. Lang deja ver en este filme las constantes de su obra: el azar, la presión social sobre la individualidad y la lucha contra el destino.
(…) Segundo jalón de la denominada trilogía social, Sólo se vive una vez se nutre de la atmósfera de un thriller fantasmagórico (…) y de los tintes de un melodrama sórdido y trágico. Desde el primer plano en el que aparece el joven delincuente Eddie Taylor, Lang hace viva, dolorosa y directa la sensación de desasosiego que atenaza al personaje, su imposibilidad de evitar el destino adverso que encuentra en esta película su mayor fuerza tentacular. Eddie sale libre de la cárcel para volver a ella por un crimen que no ha cometido. Elegíaco falso culpable languiano que antes no fue falso, aunque sí forzado, Eddie no consigue encarrilar con decencia su existencia por culpa de un obtuso capataz que le deja sin trabajo (y sin posibilidad de conseguir otro). Mientras tanto, uno de sus antiguos compañeros perpetra en solitario un mortal atraco al banco (…) llevando el sombrero de Eddie. Sus iniciales le delatan; la justicia, equívoca, no perdona; es sentenciado y condenado a la silla eléctrica y en uno de esos giros imprevistos que se convierten en esencia del impecable estilo de Lang, llega el reconocimiento del error y el indulto cuando Eddie sin esperanza alguna dispara al que fuera su amigo en la prisión, el capellán, y huye hacia un destino definitivamente poco clemente.Cada plano de Sólo se vive una vez transmite esa sensación de desesperanza y desamparo que sesga el devenir de sus protagonistas. Cada encuadre los aplasta y les deja sin capacidad de regir la fuerza innoble de las circunstancias. Todos los actores lo comprenden (aunque las relaciones Fonda/Lang no fueran demasiado cordiales ni en este film ni en el siguiente que hicieron juntos, La venganza de Frank James) y lo potencian: nunca Fonda estuvo tan frágil e irónico a la vez; Sylvia Sydney pasa con asombrosa sencillez del temor inicial (que se corresponde con su creencia ciega en la justicia: Joan convence a Eddie de que se entregue cuando es acusado del atraco que no ha cometido) a la fuerza final (tan decepcionada del mundo como su compañero, inicia con él una huida condenada al fracaso); y Barton McLane, en la piel del abogado que defiende obstinadamente a Eddie mientras ama en secreto a Joan, pasea durante toda la película su semblante grave dejando claro cuál será el fin de sus protegidos (…) (Quim Casas, Fritz Lang, Cátedra, Madrid 1991)
La segunda película americana de Fritz Lang puede considerarse paradigmática de la filmografía del director vienés; en ella encontramos en alto grado de pureza las constantes sobre las que se articula su obra: la lucha contra el destino, el azar, la presión social sobre la individualidad, etc... pero además en esta ocasión se suman a estas características un trazo poético y lírico (derivado, todavía, de cierto gusto romántico característico del expresionismo) y que se percibe principalmente en la mirada que el director arroja sobre la pareja protagonista, poco habitual, por la calidez resultante, en sus películas. Encontramos entonces, en Sólo se vive una vez la confirmación de casi todo lo ya expuesto en Furia pero llevado, como no podría ser de otro modo, un paso más allá y acompañado esta vez por el sentimiento de empatía entre los protagonistas y el espectador —que intencionadamente no se cumplía en la anterior debido a la fluctuación de afectos hacia el personaje encarnado por Spencer Tracy gracias a la truculenta mano del director—.
El tema preferido de Lang, la rebelión y lucha del individuo contra el destino, acosado por una sociedad injusta, ya planteado en su primera película americana, sufre una ligera pero determinante transformación. Ahora la amenaza visible de la sociedad (ejemplificada allí por una turba enfurecida y un puñado de políticos sin escrúpulos) se vuelve más sutil, adquiriendo la mano opresora que se cierne sobre Eddie Taylor un carácter de invisibilidad: aquí no encontraremos un grupo de personas contra el que luchar, sino que de un modo u otro toda la sociedad se convierte en la culpable del trágico destino de la pareja; desde los "bienintencionados" regentes del motel en la que la pareja trata de pasar su noche de bodas, hasta el jefe de la compañía de camiones de la que Taylor es despedido sin oportunidad de acceder a otro empleo y con ello empujado de nuevo al crimen, o el viejo dependiente de la tabacalera que avisa a la policía para cumplir con su deber de ciudadano... y de paso, recibir una suculenta recompensa. Lang teje ahora una tela de araña mucho más amplia que la que atrapaba a Joe Wheeler en su propio odio y de la que los fugitivos no podrán huir: la sociedad es la culpable.
Esta idea que recorre temáticamente el film se muestra también de modo constante en lo visual a través de la elección de encuadres y espacios. Cuando Joan acude por vez primera a la prisión para recoger a Eddie tras finalizar su condena, Lang planifica la secuencia mediante un travelling de acercamiento a Sylvia Sidney que queda encuadrada detrás de las rejas y con la sombra de éstas extendiéndose por ambos espacios (el interior y el exterior de la cárcel) y que no permite saber quién está dentro y quién fuera; así el primer momento de liberación para la pareja queda diluido por una elección de encuadre que tiene bastante de perverso. Por si esto fuera poco, tras este encuentro la planificación no nos ofrece la tan ansiada "salida" de la prisión, ese plano que hemos visto una y mil veces en las películas de tema carcelario: Lang permanece dentro centrando su atención en otros personajes que hablan de las escasas posibilidades de Eddie en el mundo exterior, y ni siquiera nos muestra el contraplano de la pareja.
La idea de cárcel-exterior se subraya a través de los decorados y los espacios mostrados en el film, con la presencia repetitiva de rejas y vallados que se multiplican por todas partes, y llegando incluso a estar presentes en la nueva casa de la pareja: las ventanas y sus sombras nos remiten a lo mostrado en la prisión (de nuevo la idea de algo positivo en su relación que lleva la marca del fracaso).
Los únicos espacios de liberación que los personajes encontrarán en la película están marcados por la presencia de la naturaleza (la liberación fuera de la sociedad). Los más positivos son los que aparecen en el último trecho del film, en la huida de los personajes a bordo de un coche deteriorado por el barro y las balas. En su carrera hacia la frontera Eddie y Joan atravesarán inhóspitos bosques de naturaleza retorcida y salvaje estableciendo un claro contrapunto con los geométricos diseños de decorados (y de encuadres, luces y miradas) en la ciudad. Será en este momento cuando Lang nos ofrezca la secuencia más tierna de la pareja: Eddie escribe una sincera carta para el jefe de Joan sentado en una roca, ha recogido unas flores y mientras tanto en un desastrado cobertizo ella ha dado a luz al hijo de ambos; la luz es mágica y la pureza alcanza a los personajes. Una epifanía en toda regla. Pero lamentablemente han de continuar su viaje... hacia una muerte anunciada.
Estos espacios naturales de su huida los encontramos prefigurados ya en el exterior de la casa que la pareja se compra, aunque en esta ocasión se trate tan sólo de un pequeño jardín vallado en la entrada, y en la escena de su noche de bodas: la pareja se hospeda en un motel de aspecto paradisíaco y hace planes de futuro mientras observan las enamoradas ranas del estanque. Pero este paraíso es artificial, construido, una naturaleza muerta (complementario pero opuesto a los bosques del tramo final de la película) y de él serán expulsados gracias a la estupidez de los dueños del motel al descubrir la identidad de Taylor. Lang nos muestra la conclusión feliz de la secuencia frente al estanque con un movimiento de grúa que acompaña el ascenso de la pareja por las escaleras, pero inmediatamente corta y nos ofrece el movimiento equivalente, su contrario, el de los dueños del motel subiendo a su vez las escaleras pero para expulsar a la pareja del paraíso.
La crítica social se introduce en todo momento a través de la habitual utilización del montaje por parte de Lang, construyendo continuos contrastes visuales o argumentales. Las reacciones de la gente de la calle ante Eddie son brutales (humain, trop humain) y no lo son menos, por su demoledora ironía, los diálogos que se dan en el corredor donde Eddie espera la muerte: cuando éste grita a su carcelero que es inocente, aquél le contesta: «Es lo que dicen todos hasta que le dan al interruptor», pero lo trágico de la situación es que como espectadores sabemos que Eddie es inocente, y no podemos dejar de pensar entonces en la cantidad de inocentes que ya han pasado por el lugar que ahora ocupa Eddie. Uno de los diálogos que reflejan mejor la ironía y dureza de los diálogos del film es el que establecen el cocinero de la prisión y su ayudante, preparando la "última cena" de Eddie: «¡Qué mundo! Primero matan al pollo, Taylor se lo come. Y luego matan a Taylor.», a lo que contesta su ayudante: «Si yo estuviera loco, eso me preocuparía».
El choque que se produce en el film entre el determinismo geométrico de la puesta en escena, el control de los encuadres más absoluto y el halo poético y trágico está más conseguido que en cualquier otro film de Lang, haciendo de éste uno de los más pasionales y apasionantes de su autor. (Texto de Angel Satos Touza, tomado de Miradas de Cine)
FA 4143
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