"El amor fiel, la fidelidad, incluso la épica de ambos
temas, ocupan un puesto importante en mi obra, desde siempre. Es un tema
clásico. También lo tocaron Stendhal y Balzac. Yo lo hago a mi manera. Mi héroe
se impone él mismo esa disciplina. Yo intento perpetuar ese tema, que no sé si
está muy a la moda." Eric Rohmer
Rohmer adapta al cine la más loca historia de amor de la
literatura barroca del siglo XVII, "L’Astrée", de Honoré d’Urfé
(1607-1628). La intriga, que se sitúa en un bosque maravilloso, en la Galia de los druidas del
siglo V, relata los amores del pastor Céladon (Andy Gillet) y de la bella
Astrée (Stéphanie de Crayencour). Traicionada por un pretendiente y convencida
de la infidelidad de Céladon, Astrée se separa del joven que trata de
suicidarse ahogándose. Ella lo cree muerto, pero él es salvado secretamente por
las ninfas...
La llegada del nuevo siglo ha hecho que el cine de Eric
Rohmer volviera de nuevo sus ojos hacia el pretérito. Cierto que no es la
primera vez (sucedió ya en los años setenta con La marquesa de O y Perceval le
Gallois), pero también que ahora -una vez terminados los Cuentos de las cuatro
estaciones- el programa de actuación parece haberse radicalizado. Primero
fueron La inglesa y el duque (2001) y Triple agente (2004), con los que su
director se instalaba en el corazón de la Revolución Francesa
(siglo XVIII) y en los años treinta del mucho más reciente siglo XX. Esta vez
utiliza como pretexto una novela barroca del siglo XVII para trasladarse a los
escenarios de la Galia
del siglo V. Ahora bien, si la apuesta se desvela ciertamente radical, no es
sólo porque el viaje nos lleve mucho más atrás en el tiempo, sino sobre todo
porque la naturaleza de la propuesta fílmica dista tanto de los cánones
dominantes en el “cine de época” como de los modelos hegemónicos en la
trasposición de la literatura al cine.
Entendámonos y dejémoslo claro. El romance de Astrea y Celadón no ofrece una reconstrucción supuestamente “verista” dela Galia del siglo V, ni tampoco una “adaptación
cinematográfica” al uso de una novela, sino la “puesta en escena de esa
novela”. Son los modos y formas con los que una novela pastoril del barroco
literario francés de la contrarreforma imaginaba, o fantaseaba, la vida
bucólica en una época tan alejada de la suya propia (doce siglos anterior), los
que Rohmer reproduce y trata de poner en pie. No se trata de actualizar el
pretérito, ni tampoco de representarlo según los códigos, gustos y
conocimientos de hoy (operación habitual del llamado “cine histórico”), sino de
traer al presente una novela del pasado presentándola con su propio lenguaje,
sin aditamentos cosméticos más o menos oportunistas.
Comprender la naturaleza exacta de esta operación es imprescindible para no equivocar los tiros. Los enredos amorosos que viven en el filme pastores, ninfas y druidas, así como su lenguaje, sus canciones, sus valores morales y sus códigos de conducta son los del texto original: L’ Astrée, publicado entre 1607 y 1627. Rohmer no ha escrito ni uno sólo de los diálogos. Su propósito no es actualizar las formas de expresión de los personajes, sino poner en valor los diálogos escritos por Honoré d’Urfé, autor de la novela. Los protagonistas no visten como algún diseñador de vestuario podría haber imaginado a partir de una investigación histórica sobre el siglo V francés, sino a la manera en que eran representados por los grabadores que ilustraban la novela cuando ésta se publicó.
Como sucedía ya en La marquesa de O, en Perceval le Gallois y en La inglesa y el duque, no se trata tanto de contar una historia, como de poner en escena -con el lenguaje y con los instrumentos propios del cine-- una representación organizada anteriormente por otro: Heinrich von Kleist, Chrétien de Troyes, Grace Elliot, Honoré d’Urfé. El joven y erudito profesor de literatura que era Rohmer cuando todavía se llamaba Maurice Schérer (antes del cine) reaparece en esta operación que viene a resucitar (decapar, limpiar de polvo, abrillantar y hacer accesible) los textos del pasado para abrir vías de conocimiento hacia el arte de otras épocas.
Podría pensarse que estamos ante una obra culterana, destinada a los estudiosos o antropólogos de la literatura barroca, pero aquí es precisamente donde se produce el milagro. Situados en medio de una naturaleza que contagia a las imágenes de la película una sensualidad hedonista y epicúrea, los pastores, las ninfas y los druidas de Rohmer escenifican con la mayor naturalidad un enredo amoroso atravesado por llamativas tensiones eróticas y divertidas ambigöedades lésbicas. El teatro de Marivaux, el travestismo presente en algunos dramas de Shakespeare, los equívocos habituales en las “comedias y proverbios” o en los “cuentos de las cuatro estaciones”, la incidencia de la naturaleza sobre los estados de ánimo (herencia de la renoiriana Une partie de campagne) y la contagiosa ingenuidad nada simplista del rosselliniano Francisco, juglar de Dios se conjugan con armonía dentro de una representación cuya ligereza, inmediatez y fisicidad acaban por disolver toda posible amenaza o resabio arqueológico.
Emerge así una obra de imposible parentesco con ninguna otra película contemporánea. Un filme tocado por la gracia y por la sabiduría, habitado por insólitos debates sobre el amor y la fidelidad, pero también refrescado por una sensualidad carnal y una exaltación casi panteísta de la naturaleza que lo convierten en una joya de secreta aleación interna, pero de transparente y límpido acceso. Es esa secreta fórmula, en definitiva, que todavía hoy (a sus 87 años) mantiene a Eric Rohmer como un puntal decisivo de la modernidad y de la vanguardia cinematográfica. (Carlos F. Heredero)
Entendámonos y dejémoslo claro. El romance de Astrea y Celadón no ofrece una reconstrucción supuestamente “verista” de
Comprender la naturaleza exacta de esta operación es imprescindible para no equivocar los tiros. Los enredos amorosos que viven en el filme pastores, ninfas y druidas, así como su lenguaje, sus canciones, sus valores morales y sus códigos de conducta son los del texto original: L’ Astrée, publicado entre 1607 y 1627. Rohmer no ha escrito ni uno sólo de los diálogos. Su propósito no es actualizar las formas de expresión de los personajes, sino poner en valor los diálogos escritos por Honoré d’Urfé, autor de la novela. Los protagonistas no visten como algún diseñador de vestuario podría haber imaginado a partir de una investigación histórica sobre el siglo V francés, sino a la manera en que eran representados por los grabadores que ilustraban la novela cuando ésta se publicó.
Como sucedía ya en La marquesa de O, en Perceval le Gallois y en La inglesa y el duque, no se trata tanto de contar una historia, como de poner en escena -con el lenguaje y con los instrumentos propios del cine-- una representación organizada anteriormente por otro: Heinrich von Kleist, Chrétien de Troyes, Grace Elliot, Honoré d’Urfé. El joven y erudito profesor de literatura que era Rohmer cuando todavía se llamaba Maurice Schérer (antes del cine) reaparece en esta operación que viene a resucitar (decapar, limpiar de polvo, abrillantar y hacer accesible) los textos del pasado para abrir vías de conocimiento hacia el arte de otras épocas.
Podría pensarse que estamos ante una obra culterana, destinada a los estudiosos o antropólogos de la literatura barroca, pero aquí es precisamente donde se produce el milagro. Situados en medio de una naturaleza que contagia a las imágenes de la película una sensualidad hedonista y epicúrea, los pastores, las ninfas y los druidas de Rohmer escenifican con la mayor naturalidad un enredo amoroso atravesado por llamativas tensiones eróticas y divertidas ambigöedades lésbicas. El teatro de Marivaux, el travestismo presente en algunos dramas de Shakespeare, los equívocos habituales en las “comedias y proverbios” o en los “cuentos de las cuatro estaciones”, la incidencia de la naturaleza sobre los estados de ánimo (herencia de la renoiriana Une partie de campagne) y la contagiosa ingenuidad nada simplista del rosselliniano Francisco, juglar de Dios se conjugan con armonía dentro de una representación cuya ligereza, inmediatez y fisicidad acaban por disolver toda posible amenaza o resabio arqueológico.
Emerge así una obra de imposible parentesco con ninguna otra película contemporánea. Un filme tocado por la gracia y por la sabiduría, habitado por insólitos debates sobre el amor y la fidelidad, pero también refrescado por una sensualidad carnal y una exaltación casi panteísta de la naturaleza que lo convierten en una joya de secreta aleación interna, pero de transparente y límpido acceso. Es esa secreta fórmula, en definitiva, que todavía hoy (a sus 87 años) mantiene a Eric Rohmer como un puntal decisivo de la modernidad y de la vanguardia cinematográfica. (Carlos F. Heredero)
FA 4360
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