Mayo del 68. Una auténtica batalla se libra en las calles de
París, envueltas en humo y sonido de sirenas, entre la policía y los grupos de
manifestantes. El joven François, poeta e insumiso, y sus amigos participan
activamente en las revueltas, convencidos de que la revolución es posible. Tras
los disturbios, sus esperanzas de cambiar el sistema se van apagando y entran
en una etapa de desencanto amortiguada por el opio. El sexo, el opio, la poesía
o la pintura serán los nuevos territorios frecuentados por el grupo de jóvenes
revolucionarios que verán cómo el mundo que habían querido construir se irá
desmoronando poco a poco.
Los amantes regulares es la réplica, el antídoto, el golpe
de gracia con el que Philippe Garrel, que en el Mayo francés tenía 20 años,
pone en ridículo y demuele sin apelaciones el kitsch reblandecido de Los
soñadores, de Bernardo Bertolucci, que entonces tenía 27. Los dos films evocan
la insurrección obrero-estudiantil que tuvo en vilo a Francia a fines de los
’60 y tienen el mismo actor protagónico, el magnífico Louis Garrel (hijo de
Philipppe). Pero mientras Bertolucci aburguesa las combustiones callejeras
reduciéndolas a un ménage-à-trois que ya era viejo en Jules et Jim, Garrel –en
casi tres horas de cine puro, filmado en el blanco y negro más deslumbrante que
se recuerde– les restituye toda su fuerza, su intempestividad y su valor de
acontecimiento. La primera hora del film, casi sin palabras, se ocupa de la
calle: planos quietos, largos, con estudiantes de espaldas y cascos de moto en
la cabeza que contemplan cómo más allá alguien arroja una molotov o desaparece
en una humareda, mientras la banda sonora multiplica el ruidismo de una
rebelión sin forma y sin rumbo. Todo es lento y vertiginoso a la vez. El tiempo
parece congelado en una violencia teatral, condenada a la repetición. El resto
del film transcurre un año después, casi a puertas cerradas, y es una historia
de amor, la de los “amantes regulares”, el poeta y la escultora, que intentan
en vano hacer durar la abrupta incandescencia del mes más famoso de la segunda
mitad del siglo XX. El trío de bellos libertinos de Los soñadores comparte
casa, cama y bañadera, corretea en cueros por un crujiente piso parisiense y
parece actuar para un público invisible de gerontes desesperados, no por volver
a desear, sino por ver, por reconocer lo que alguna vez desearon: una imagen;
taciturnos y ensimismados, los estudiantes del film de Garrel –con François y
Lilie, los amantes, a la cabeza– hablan en voz baja, viven sentados en el piso
o recostados, adormecidos por pipas de opio. Como los slogans que Godard
escribía en carteles en La chinoise, una frase política, cada tanto,
relampaguea en ese mundo cuchicheado y deja caer los restos de una pulsión que
a meses de manifestada ya parece marciana. Bertolucci debería ser enjuiciado
por malversación de título: en Los soñadores nadie sueña; todos escenifican el
fantasma de un hombre envejecido que confunde paladear con desear. En Los
amantes regulares, en cambio, sueñan todos. Meses después de mayo del ’68, en
la escena más bella de la película, François sueña con... mayo del ’68. Ninguna
nostalgia, ninguna misericordia, nada de autocomplacencia: nocturno y
romántico, el film de Garrel es verdadero porque rechaza la lógica del pretexto
en la que se regodea Bertolucci: el amor como pretexto para la política, la
política como pretexto para el amor. (Alan
Pauls, Pàgina 12)
"Mi película se resume a cómo el amor nos hiere, luego
nos salva antes de perdernos de nuevo." Philippe Garrel
FA 4305
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