Walter (un jovencísimo Jean-Luc Godard) acompaña a Clara a
la estación y queda en encontrarse con Charlotte. Llega a casa de ésta con el
propósito de besarla pero ella se está preparando un café y un filete y no le
presta demasiada atención. Terminan por besarse, pero de todas formas no se
aman. Primer cortometraje de Eric Rohmer, rodado en 1951 pero terminado casi
una década más tarde, con doblajes femeninos a cargo de Anna Karina y Stéphane
Audran. De 12 minutos y en blanco y negro, el corto es el primero de una serie
que se esparce en el tiempo y cuyas protagonistas se llaman siempre Charlotte o
Veronique.
Eric Rohmer (Corrèze, 1920) custodia la memoria de la Nouvelle vague entre las
paredes de su cálido apartamento parisino. Fue teórico del movimiento y exponente
práctico. De hecho, el filme de Le signe du lion pertenece a la temporada
fundacional de la nueva ola (1959). Medio siglo después, el maestro sostiene
que su cine no ha perdido el espíritu, ni la frescura, ni la naturalidad de la
corriente. Los achaques físicos y los males de espalda le han alejado
«definitivamente» de los rodajes -estrenó Los amores de Astrée y Celadón en
2007-, pero Eric Rohmer conserva la lucidez, la amenidad y la ironía sana de
siempre.
Pregunta.- ¿Eran conscientes ustedes de que en 1959 se estaba forjando una
corriente cinematográfica tan sólida e influyente?
Respuesta.- En absoluto. De hecho, era muy difícil entonces establecer la
distancia entre el profesionalismo y el amateurismo. Salíamos a la calle con la
cámara, pero nos resultaba un poco temerario llamarnos a nosotros mismos
realizadores o directores de cine.Es cierto que aportábamos mucha pasión y los
autores consagrados de entonces nos miraban con recelo. Temían que pudiera
precipitarse un relevo generacional, un recambio. Y quien más temores les
infundió fue Claude Chabrol, puesto que el éxito de Le beau Serge mostró que se
estaba haciendo un cine nuevo. El propio Chabrol se convirtió en productor de
nuestras películas. No es que hubiera grandes presupuestos, pero podíamos
acceder a una distribución.
P.- ¿Y cómo ve medio siglo después el movimiento?
R.- Yo le he sido siempre fiel. He pretendido que mi cine se desarrollara por
las coordenadas y los principios que teorizamos y practicamos entonces. Al cine
le hacía falta airearse. Literalmente.Quiero decir que los estudios y los
platós lo estaban asfixiando.Las películas de Godard, de Truffaut, de Rivette y
las mías descubrían París, o mostraban el campo. Se detenían en una
cotidianidad y en una espontaneidad que habían sido descuidadas por las grandes
producciones. Creo que también adquirimos entonces una implicación enorme con
nuestras películas. Que fueran de autor significaba que las dirigíamos, que las
escribíamos, que escogíamos los actores, que nos buscábamos la vida para
financiarlas. Era una visión del cine menos industrial. Era un ejercicio de
responsabilidad.
P.- ¿En qué sentido es todavía un cineasta de la Nouvelle vague?
R.- En la vigencia de todos estos presupuestos. Mi colega Chabrol se fue
alejando de ellos. Y, naturalmente, la muerte de Truffaut y el distanciamiento
de Godard contribuyeron a la descomposición de la Nouvelle vague. El nombre
de la corriente no alude exactamente a una generación, sino a un modo de hacer
cine. Quiero decir que había entonces otros grandes cineastas modernos y
avanzados, como Alain Resnais, que no se identificaron con la corriente.Es un
error ver en la Nouvelle
vague un dogmatismo o una religión.
P.- Lo que sí hubo fue una identificación política. Especialmente con mayo del
68. La chinoise, de Godard, se considera un antecedente cinematográfico del
movimiento político social. También Trufautt, que rodaba Besos robados, salió a
las calles para manifestarse y fimar los disturbios callejeros.
R.- No había razones cinematográficas que justificaran una relación directa
entre la Nouvelle
vague y el mayo del 68. Pero es cierto que algunos cineastas aprovecharon la
inercia política para reivindicarse y hacerse notar. Comenzaban a temer que la
energía de la ola se hubiera agotado. De modo que mayo del 68 fue una especie
de resaca.
P.- Calentado, además, por el escándalo Langlois. André Malraux, ministro de
Cultura, depuró al director de la cinemateca. Y llegó a suspenderse el Festival
de Cannes como gesto de rebelión.
R.- Mi impresión es que se produjo una amalgama. La destitución de Langlois era
significativa porque demostraba hasta qué extremo el Estado controlaba la
industria del cine y pretendía condicionarla.Al mismo tiempo, empezaron a
arrojarse ideas extravagantes. Chabrol decía, y creo que con más socarronería
que convencimiento, que el cine debía ser gratis. Se notaba el influjo de un
cierto maoísmo de salón. Y tengo la impresión de que la politización del cine
fue exagerada. Recuerdo, por ejemplo, que era imposible encontrar una sola
crítica cinematográfica en Le cahiers du cinema. Y cuando aparecía era para
elogiar un documental sobre el congreso del partido comunista.
P.- ¿Qué tal ha envejecido la
Nouvelle vague?
R.- Puedo responder la pregunta porque he visto recientemente muchas películas
de aquella época. Creo que tiene plena vigencia, que no se ha apolillado. El
cine de Chabrol, de Godard, de Rivette, de Truffaut puede verse hoy con la
misma frescura e inmediatez que entonces. Es una manera de respirar, de tomar
aire, de concluir que unos y otros aportamos la renovación del cine francés.
Por actitud, por lenguaje.
P.- Su última aportación se estrenó hace dos años. Los amores de Astrée y
Celadón. ¿Se ve con fuerzas de seguir dirigiendo?
R.- Mi impresión es que no voy a hacer más películas. Me condicionan mucho mis
limitaciones físicas. Yo soy un director que necesita emplearse, sudar en los
rodajes. Y si no puedo hacerlo, prefiero quedarme en casa. Aunque me impresiona
el ejemplo de Manoel de Oliveira. (El Mundo)
FA 4301
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