El turista accidental
«Si solamente se pudiese filmar así, como se abren los ojos
algunas veces. Sólo mirar, sin querer probar nada»
Wim Wenders
Wim Wenders
Los libros de viajes en formato cinematográfico, género
personal donde los haya y consecuentemente poco transitado por cineastas
masivos, nos han proporcionado cuadernos deslumbrantes, instantáneas de álbum,
impagables frescos sobre paisajes cercanos o exóticas realidades ubicadas al
otro lado del mundo.
Digresiones de un Guerín siempre pausado en el Inisfree de
John Ford (y no de Irlanda), reflexiones pre-mortem del holandés errante Johan
van der Keuken en unas largas vacaciones de las que no habría de volver...
ramificaciones todas de un referente innegable y poco visto: Chris Marker y la
poesía a vuela pluma de su Sans Soleil (id., 1983.
En este surrealista itinerario por una cultura en apariencia
distinta y mayoritariamente desconocida (excusa esta utilizada ya en infinidad
de ocasiones: desde la bobalicona Sayonara ( id ., 1957. Joshua Logan) a Black
Rain (id., 1989. Ridley Scott), pasando por El bárbaro y la geisha (The
Barbarian and the Geisha, 1958. John Huston) o la más reciente Lost in
Translation (id., 2004. Sofía Coppola)), Wenders se deja llevar por su discutible
instinto, a la deriva en mitad de una ciudad que no conoce, de unas costumbres
que observa desapasionadamente con la distancia de un galerista de arte,
narrador envarado de acento bismarkiano y pose intelectualoide. Alemán, ya
saben.
Lo vemos saltar de un sitio a otro, ir de aquí para allá sin
acabar de creerse muchas de las cosas que ve: jóvenes de ojos rasgados
abducidos por lo occidental (¿qué pensará de esas imágenes 20 años después,
cuando el americanizado ha resultado ser él?), tiendas especializadas en
manufacturar menús de cera para escaparates rampantes, directores de culto
alemanes mirando un horizonte inexistente desde atalayas privilegiadas (Herzog,
obsesionado por encontrar imágenes "representativas"), gentes matando
el tiempo en salones recreativos donde las monedas se canjean por bolitas que
realizan caprichosos slaloms, azoteas convertidas en campos de golf donde
repetir cientos de veces el mismo giro de cadera...
La ritualización de la vida cotidiana se ha transformado
(¿ha degenerado?) en una repetición infinita y carente de significado (1). Así como los descubrimientos de Malthus
y otros economistas de la época dieron alas al romanticismo y su laxitud existencial,
la generación de Wenders (que ya no es la mía) creyó que La miseria del
historicismo promulgada por Popper legitimizaba su nihilismo fashion , donde la
verdad pasaba a ser una entelequia inasible y, por esa misma razón, carente de
interés en sí misma.
Pero el propósito de Wenders va más allá (aunque se acabe
quedando algo más acá). La gran excusa que le lleva a Tokio es el cine de Ozu:
desea reencontrase allí con los espacios, la luz y los protagonistas del
maestro. Esta necesidad (a medio camino entre la nostalgia y la decadencia
viscontiniana ) de volver al escenario del crimen —allí donde se hicieron las
"grandes" películas, los lugares exactos donde se libraron las
mitificadas batallas creativas de la antigüedad— se haya condenada, de partida,
al fracaso (¿acaso hay algún sitio que pueda permanecer indeleble, apartado del
tiempo?). Pero ya sabemos que a Wenders, en lo que a necrófilo se refiere, no
le gana nadie (rescaten, si no, la pornográfica Relámpago sobre agua (Lighting
Over Wate, 1979)): no ceja en su empeño hasta dar con los supervivientes Chishu
Ryu y Yuharu Atsuta.
Ryu, actor fetiche de Ozu, le habla de la obsesión que tenía
su mentor por la perfección: constantes repeticiones de tomas que parece
rememorar a la hora de rendirle honores funerarios, en un infinito inclinarse
arriba y abajo ante su solitaria tumba. Por su parte, Atsuta, el cameraman de
Yasujiro, resulta ser un venerable anciano que sigue reverenciando al hombre
que un buen día le pidió situar la cámara a 50 cm . por encima del tatami.
Le enseña, como si del brazo incorrupto de Santa Teresa se tratase, el trípode
y el cronómetro con los que se convertía en el dueño y señor del espacio y del
tiempo. El encuentro tiene algo de tele-realidad babosa, de Hay una carta para
ti versión sol naciente... entre lágrimas, Yuharu ruega al imberbe director que
le deje solo.
Wenders, refiriéndose al cine de Ozu, lo tiene claro: «para
mí, el cine no ha estado jamás antes, ni tampoco jamás después, tan cerca de su
propia esencia y determinación». Estas peligrosas sacralizaciones de autores
únicos y/o distintos abundan en el cine de este contradictorio teutón:
Antonioni, Fuller o un Ray al que le quedaban dos telediarios fueron las
"víctimas" de su pesimismo vital llevado al cinematógrafo.
Consecuente hasta al final, Tokio-Ga se abre y se cierra con
Cuentos de Tokio (Tokio Monogatari, 1953), obra maestra incuestionable mucho
menos pesimista de lo que Wenders pretende, azuzado nuevamente por su espíritu
mórbido.
En esta aventura imposible de rescatar imágenes
significantes, verdades remanentes bajo el manto de la tecnificación, hay una
frase del director que resume su viaje, así como el de millones de turistas que
desembarcamos en lejanas costas con la única intención —o así lo podría
parecer— de tirar un montón de fotos que nos acompañen en nuestro retorno, como
si fuésemos conscientes de que han de sobrevivirnos: «si hubiese ido allá sin
cámara, ahora me acordaría mejor».
¿Pero hubiésemos estado realmente allá de no haber vuelto
con el testimonio gráfico y vacío de un tiempo imposible de recobrar?
Miradas al cine
FA 4623
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