martes, 8 de marzo de 2011

Billy Wilder - One, Two, Three (1961)

C.R. MacNamara, representante de ua multinacional de refrescos en Berlí­n Occidental, acaricia desde hace tiempo la idea de introducir su marca en la URSS. Sin embargo, el señor Hazeltine le encarga cuidar de su hija Scarlett, que llega a Berlí­n esa misma tarde. Se trata de una alocada joven que, a los dieciocho años, ya ha estado prometida en cuatro ocasiones. Scarlett, eludiendo la vigilancia de MacNamara, se enamora de Otto Piffl, un joven comunista.
Billy Wilder decí­a que sólo habí­a dos clases de personas: las que hací­an TODO por dinero y las que hací­an CASI todo por dinero… Uno, dos, tres es la mejor reunión de estos especí­menes en toda la filmografí­a del cáustico director. Sincopada, impetuosa, y descocada sátira polí­tica, que no deja tí­tere con cabeza en esa “guerra frí­a” que caldeaba el mundo. Para eso se sirve de la memorable interpretación de James Cagney, enérgico y chillón, representante de ese capitalismo (es directivo de la Coca Cola) maquiavélico que escoltado por un catálogo de personajes inolvidables: desde una exuberante y explosiva secretarí­a llena de curvas y ritmo hasta un militarizado chofer de “dudoso” pasado nazi, a una esposa tan consentidora como irónica, va a cruzar hacia el Oeste en esa ciudad dividida que es Berlí­n. Este y Oeste se ven las caras, no de un modo dramático, sino a ritmo de unos diálogos endiabladamente rápidos y, quizás, más inspirados que nunca. Capitalistas y comunistas en un farsa punzante que se cose sin suturas a una historia de amor entre la hija del presidente de la Coca Cola, una encantadora y descerebrada Pamela Tiffin, y Otto, un comunista lleno de retórica y libros en permanente pulso con ese capitalismo que derrumbará todos los muros y terminará incluso por “ennoblecerlo”. La visión que ofrece Wilder no puede ser más vitriólica. En una de las secuencias el camarada Otto se pregunta si no queda gente buena en todo el mundo; la respuesta del comisario comunista no puede ser más breve y feroz: “No sé. No conozco a todo el mundo”. Una delicia a disfrutar que va ganando con el paso de los años.
Los que asocien el cine polí­tico con serias y complicadas tramas con espí­as y conspiraciones de fondo, deberí­an echar un vistazo a la que pasa por ser la mejor pelí­cula de Billy Wilder (cuando un director tiene tantas obras maestras en su haber, es complicado elegir la mejor), pues con su retrato del Berlin dividido, las relaciones mercantiles de Estados Unidos con los Soviéticos en plena guerra frí­a, y el choque de mentalidad comunista y capitalista, logra que nos queden mas claros después de ver esta pelí­cula, pero al mismo tiempo logrando algo que parece imposible de hacer cuando se tocan temas tan complicados en la época en que se rodó: no parar de reí­r desde el principio hasta su ultimo y genial plano final. (Claqueta)
Pese a los años transcurridos y al ocaso de las ideologías, el humor que infundió Billy Wilder en esta comedia conserva hoy toda su vigencia. El Berlín Occidental sirve de escenario para la confrontación de los antiguos bloques, sintetizada en la odisea de McNamara (James Cagney), un ambicioso representante de Coca-Cola. Sus peripecias permiten al director poner en solfa los esterotipos del comunismo y del capitalismo, a través de un magnífico guión, escrito en colaboración con I.A.L.Diamond, que sirve de base a una de las mejores comedias de la historia del cine. El film no concede al espectador un solo momento de respiro, y la acción continua, aunque sencilla, que enmarcan los decorados de Alexander Trauner, queda también potenciada y acertadamente subrayada por las trepidante música de André Prévin.
Los personajes presentan un diseño caricaturesco; la típica familia americana del protagonista contrasta con su entorno de trabajo; por él circula una galería de personajes de la Alemania derrotada, presentados con humor y ternura, cuyor problemas económicos se presentan con sutileza, y en acusado contraste con la prosperidad del hombre de negocios americano: desde los ex-nazis ocupados en borrar un pasado que les avergüenza (como Schlemmer, o el periodista), hasta los que se preocupan tan sólo de su propia supervivencia (la secretaria Ingeborg, el conde Von Droste-Schatemburg, y Fritz, el chófer). Forman un conjunto de personajes planos a menudo caracterizados por un único rasgo, o que introducen guiños puntuales, como el médico que tararea continuamente las Walkirias; sin embargo, son esenciales para el juego cómico; destacan la marcialidad y el servilismo de Schlemmer, reconvertido en esbirro del capitalismo, que hace inútiles esfuerzos por olvidar sus antiguas costumbres, e incluso finge haber olvidado quién era Adolf.
El guión plantea continuamente situaciones propicias para la confrontación ideológica de los personajes en animados diálogos, salpicados de agudezas, juegos de palabras, chistes políticos, y algunos chistes visuales; el comunismo aparece representado por la comisión soviética encargada de entablar tratos comerciales con la Coca-Cola; esto permite sacar partido de oposiciones tópicas relacionadas con ambas ideologías, como: cultura-dinero, adustez sensualidad, además de acentuar cierta envidia, por parte de los comunistas, de determinados aspectos del mundo capitalista, sintetizados en la seducción de la omnipresente bebida, con la que el personaje interpretado por Cagney pretende llevar a cabo su particular colonización; de ahí que su esposa, Phyllis (Arlene Francis), que se caracteriza, a lo largo de todo el film, por su feroz ironía, le lllame burlescamente "Mein Führer". La insaciable ambición de McNamara representa así una crítica de la reducción de la realidad a sus aspectos puramente económicos. (Miradas de Cine)
FA 3898

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