Para conmemorar “el día de la Independencia” en el 4 de julio del siglo (ante) pasado, los habitantes de Silver Lode han decorado su pueblo con los colores de la bandera estrellada; en la plaza mayor han dispuesto mesas para servir los refrescos; en la polvareda del galope hacen estallas petardos inofensivos. Y Dan Ballard es el más feliz de los mortales, pues se apresta a desposar a Rosa Evans, la heredera más codiciada del condado. Para ello sufrirá a cuarto jinetes llegados de Discovery para que ese día de fiesta se convierta en una pesadilla, porque se empaña el barniz de civilidad y civilización pues resurge el salvajismo primitivo del viejo oeste antes de la aparición de la Ley y el Orden. Soportará a uno llamado Ned McCarthy cuya sola presencia hará de los ciudadanos honorables, tan aferrados a sus instituciones, se transformen en cazadores de brujas, de un “alguacil federal” investido de poderes exorbitantes para que Dan Ballard se vea libre de la venganza colectiva y perseguido sin descanso, como una bestia maldita, hasta que pueda probar su inocencia. Las valientes personas de Silver Lode, con notables y burgueses a la cabeza, bellamente pretenden hacer efectivos los “inmortales” principios de la Constitución estadunidense en sus discursos patrióticos, se jactan de haber renunciado a la justicia expedita de los “buenos viejos tiempos”, no piensan, ni mucho menos, que Ballard deba disculparse en el campo de matanza donde es acusado por McCarthy. O si no convoca explícitamente la 5ª. Enmienda, como las víctimas de un senador homónimo y contemporáneo, se le previene de guardar un silencio obstinado. Ciertamente se constituye un Comité de Defensa, también que el juez Cranston obtiene una delación antes de la extradición a California (la orden de arresto fue firmada por las autoridades federales, no puede beneficiarse del “habeas corpus”). Cierto que amigos bien intencionados le proponen una escolta temporal solo hasta Discovery, pero ya los fanáticos de la Women’s Temperance League juzgan su presencia como “criminal” e indeseable durante las ceremonias, el herrero mismo se anota para comprar su rancho a bajo precio, a fuerza y con medida los espíritus se aclaran, el inculpado se presume culpable por la mayoría de sus conciudadanos. En algunas horas el buen edificio jurídico heredado de los Padres Fundadores de la nación será echado abajo.
Unidades de tiempo, de lugar y de acción: el guión de Karen de Wolff, minuciosamente podado, estrechado y concentrado por Allan Dwan es constituido en una tragedia. Toda vez que las estructuras de la intriga no están cerradas más que en apariencia. Se sabe que a Dwan le repugnaban las situaciones irreversibles, irremediables, esas que se complacen anudando como en un Sirk o un Lang. Se sabe también que sus personajes no son simbólicos sino temperamentos, situados ante elecciones, dotados de libre albedrío y responsables de su destino. La concupiscencia, la ira, la violencia. La injusticia están presentes en su obra, pero no las concuerda en un sitio que no sea el que merecen: comportamientos irracionales, fallas de carácter o errores de juicio mejor que instintos o tendencias innatas. No pretende ver en el mal otra cosa que un extravío del corazón o del espíritu. Igualmente, mejor que vilipendiar a los linchadores, se aplica a demostrarles cómo su conducta es irrazonable. Demostración por el absurdo llevado con la serenidad de un observador sin toma de partido, pero no sin segundas intenciones: brutalmente rechazado por la comunidad, Ballard ¿debe luchar con las mismas armas que sus adversarios hasta convertirse en criminal para demostrar su inocencia? ¿El falso culpable no deberá abrazarse a la corrupción de los acólitos de McCarthy, a comprar la traición de uno de ellos para comprar su libertad? Indirectamente provoca la muerte de su amigo el Sheriff, llega a herir al hermano de su novia y debe después, para empavorecerse a través de la muerte de sus seguidores, abatidos por simples pueblerinos, dejando ante si una estela de cadáveres… Cuando al fin se reconoce su inocencia, el Juez Cranston, experimentando un sentimiento generalizado, no encuentra nada que decir más que: “Estamos contritos”. Una victoria muy amarga para quien a despecho de una docena de muertos en su conciencia: “Me han forzado a matar para defenderme”. Tal es el último efecto de la Ley del Talión instituida con el Ojo por Ojo y Diente por Diente de McCarthy.Al mismo tiempo que una apología de la fragilidad de las instituciones, Falsa justicia nos propone una cuenta moral en que las paradojas se establecen traicionando las convicciones románticas del autor: para el veterano de los cineastas hollywoodenses, el compañero de Griffith y De Mille, hay siempre más generosidad entre los seres “desechados” que entre esos que jamás se han desviado del camino recto. Los justos le interesan menos que los réprobos, a quienes confiere si poseen una dignidad y una nobleza sorprendentes. Es a esos a quienes dedica los filmes más bellos, los últimos, luego de que a los sesenta y nueve años se asoció al productor independiente Benedict Bogeaus. Pasó de maestro en el arte de filmar los convencionalismos, se mueve en todas las obligaciones –narrativas, técnicas, financieras- para desarrollar en el ocio el tema que le es más querido: la relatividad de los juicios morales que el hombre, y notablemente entre los puritanos, pretende llevar a sus semejantes. Que la valoración moral de los actos sea de lo más aleatoria, que requiera de paciencia, modestia y una honestidad infinitas, el cuadro unánime de Falsa Justicia, ofrece un ejemplo privilegiado. Por ello Dwan rechaza adoptar un punto de vista único en la prosecución: en 80 minutos de filme no rechaza dar la palabra a todos los pueblerinos, de los más humildes a los más poderosos y sin perder jamás el hilo conductor, llega a pesar los intereses, las pasiones, los rencores de cada uno. Con una excepción primera, la cámara no juega más que un papel de testigo: un testigo permitido por otros, mezclado entre la multitud, tomando buena nota de las posiciones respectivas, vigilando la evolución en la relación de fuerzas y por encima de todo, el deseo de pasar desapercibido. (...)(Texto de Michael Henry; selección de Dossiers du Cinéma y traducción del francés por Héctor Enrique Espinosa R., tomado de Cine Forever)FA 4239
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