viernes, 1 de julio de 2011

Jean Cocteau - L'aigle a deux têtes (1947)

EL AGUILA DE DOS CABEZAS
En un pais indeterminado (pero que nos recuerda a Austria en su época de decadencia) la reina viuda se ha refugiado en los apartamentos de su castillo de Krantz. Una lucha por el poder se ha desencadenado con la gran duquesa, pero la reina resiste, rodeada de espías. Además, su vida se encuentra amenazada.
Ensayemos una adivinanza: “dandy” de principios de siglo, artista multimedia aun antes de que la palabra existiera (hizo teatro, cine, poesía, escribió novelas, fue diseñador, pintor y publicista). En el centro del escenario europeo durante un lapso que abarca entre los años ‘20 y los ‘60, fue amigo de los dadaístas y de los más grandes pintores de la época. A la muerte de Apollinaire parece su heredero natural. Podríamos seguir, pero en definitiva esta enumeración muestra hasta qué punto Jean Cocteau es una figura representativa de aquello que se dio en llamar la modernidad. Algo casi anticuado, del otro lado del tiempo, si se piensa en sus aspiraciones de creador total que dividía su trabajo en poesía de la novela, poesía crítica, poesía del teatro, poesía del cine, considerándolas manifestaciones de una experiencia que podía abarcarlo todo.
Cuenta la leyenda que siendo el niño mimado de los salones del París de la belle époque, Diaghilev resistió su proverbial encanto y le lanzó un desafío que cambiaría el curso de su vida. Parece ser que lo observó desde su monóculo, que podemos imaginar inclinado, y le dijo: “¡Asómbrame!”. De esa experiencia Cocteau extrajo dos conclusiones sublimes: asombraría siempre y a todo el mundo, y la otra, no tan evidente: estaría en el centro de la escena, sería observado pero jamás volvería a someterse a la mira de un monóculo como aquél. Desde entonces, el joven convertido en maduro y luego prodigioso anciano no dejó de mostrarse sustrayéndose en mil máscaras. Lo encontramos en películas de arte y en informativos frívolos (¿es Elizabeth Taylor la que sonríe junto a él?). Siempre mira la cámara de reojo, como sin mirarla, solamente para asegurarse de que la controla. La famosa imagen de Cocteau con los ojos falsos (¿han visto a Kitano haciendo de ciego en su película Zatoïchi?), que no necesita ver sino que lo veamos, parece una expresión de este mismo afán.Casi no hay práctica cultural ni zonas del estereotipo que Cocteau no haya transitado: el poeta, el escritor, el opiómano, el elitista, el director de teatro, el artista plástico, el homosexual, el publicista, el diseñador, el iconoclasta. Esta sospechosa ductilidad lo lanzó en el centro de la tormenta: fue el camaleón, posible arribista en cada arte. Es cierto, la duda respecto de la calidad de su obra parece (palabra horrorosa) razonable, pero se disipa cuando se piensa en La voz humana, pieza teatral justamente célebre en la que desarrolla con ritmo magnífico y dolorosa precisión el monólogo de un mujer abandonada; o en sus películas, consideradas iniciadoras del cine, que muestran hasta qué punto la representación realista que signó la producción cinematográfica casi hasta la actualidad no era la única posible y que tal vez Cocteau estaba en lo cierto al pedirle al cine todo lo que podía ser: el arte más íntimo que iluminaba el inconsciente y hacía hablar a los muertos. Entonces la duda huye y, enfrentados a la portentosa variedad y eficacia de sus creaciones, no podemos más que preguntar: ¿es que todo ya estaba inventado?Esa es la sensación que uno tiene frente a su obra, la impresión de conocerla pero en una forma menos pura, más inexacta, y que prueba en qué medida Cocteau ha dejado un sello inequívoco en el mundo de las artes. Sin embargo, sus obras respiran un aire único que surge de su valiente inmersión en las posibilidades de cada propuesta. Cocteau mismo es como ese hombre que en sus películas explora cada milímetro de una pared, se adhiere a ella, la indaga con los dedos, la cara, los ojos, los pies, el cuerpo completo, y sobre todo con la imaginación que deshace puertas y las transforma en lagos de agua que permiten el ingreso del personaje a otros mundos. Hemos visto esta imagen mil veces, pero cuando la vemos en la película de Cocteau nadie deja de saltar, un paso atrás, como si aquella superficie tuviera el poder de salpicarlo. (Texto de Betina Keizman, tomado de Pàgina 12)

“Yo soy una mentira que dice la verdad.” Jean Cocteau
FA 4194

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