LOS AMANTES DE LA NOCHE
Un largo plano filmado desde un helicóptero -acaso una de las primeras veces que se utilizaba este procedimiento dentro de una historia de ficción- abre las imágenes del filme mostrando a un trío de condenados (desde un punto de vista que se asemeja al del destino o al de la mirada de un Dios omnipotente) que acaba de escapar de la prisión y huye por el campo en un destartalado vehículo. Esta extraordinaria secuencia inicial, filmada con un brío y un ritmo trepidantes, marca el tono definitivo de la película, con el destino fatal cerniéndose sobre todos los personajes y con la huida como único medio de éstos para intentar escapar de sus garras certeras.
Nicholas Ray debutó, como director, con Los amantes de la noche y ya aquí puso sus cartas boca arriba. Un halo de tragedia imposible de disipar, un destino inquebrantable, un entorno cruel y mezquino y un romanticismo amargo (y emotivo) son las señas de identidad de un cine directo, enérgico, valiente y nada dispuesto a dejarse llevar por una corriente acomodaticia. Su historia da inicio con tres presos fugados, entre los que se encuentra Bowie (Farley Granger), que prácticamente se ha visto arrastrado al crimen desde muy joven y sin casi tener mayor elección. En su huida conoce a la deliciosa Keechie (Cathy O’Donnell) y ambos se enamoran. Son dos almas solitarias, desgraciadas, sin nada a lo que agarrarse y que pretenden seguir juntas a pesar de lo imprevisible de un futuro difícil, pero una serie de sucesos provocan que se conviertan en una preciada presa. A la esclavitud impuesta por el yugo criminal se une un cerco policial que se estrecha cada vez más Y a la pareja, atrapada, sólo le queda disfrutar del tiempo que reste.Partícipe del drama criminal con ribetes noir, policiacos y de “road-movie”, en realidad lo que más le importa a Ray es la vertiente romántica, es decir, la relación entre Bowie y Keechie, lo que se observa como la auténtica base de una cinta que se presenta, en algunos sentidos, como precedente de otras parejas en fuga desesperada, llámense Bonnie y Clyde (1967) o Kit y Holly (1967, Malas tierras). Ambos personajes principales, muy bien diseñados en el guión e interpretados de forma impecable por Farley Granger y Cathy O’Donnell, resultan encantadores y logran fácilmente el favor del espectador al hacer gala de un amor puro que será mancillado por factores externos. Su desdicha, sí, es la nuestra. En una escena excelente, la de la extravagante boda, vemos un enlace matrimonial que, aunque envuelto por el patetismo, es conmovedor.El realizador de Johnny Guitar (1954) imprime su garra en la concepción de la historia y de sus personajes pero también a nivel formal, en el manejo de la cámara, y, ojo, en su inteligente decisión de usar la elipsis y el fuera de campo (se centra en los dos protagonistas, dejando a los secundarios como elementos accesorios) para reducir el relato a lo imprescindible. El objetivo de la cámara situado en el interior del automóvil o en los cielos, la composición de los encuadres y el uso de las sombras acrecientan la fuerza cinematográfica de una narración firme.En el cine de Ray se nota una modernidad enorme. Casi 60 años después, la película mantiene una frescura tal que, a día de hoy, asombra. Así son, señores, los clásicos imperecederos. La película tiene un hálito romántico que no sería capaz de trasladar, sin embargo, Robert Altman en la nueva versión de la novela que realizara en 1974, ya con el título original de la obra de Edward Anderson: Thieves Like Us (Ladrones como nosotros). (Claqueta)FA 4185
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