Un tranvía llamado deseo
Somos un resultado, un
balance provisional. El filósofo afirmaba que a partir de los cuarenta tenemos
la cara que nos merecemos. En cualquier momento de nuestras vidas somos lo que
hasta ese momento hemos estado siendo.
El presente es una cara,
un cuerpo, una cabeza llena de sueños, ilusiones y proyectos, una cuenta
bancaria, una familia, un círculo de amistades… Y también un corazón gastado
por las decepciones, las batallas ganadas, y, especialmente, las amargamente
perdidas. De ese material que somos nosotros mismos construyen los dramaturgos
norteamericanos de los cincuenta (Miller, O´Neill, Williams) sus mejores obras
teatrales en donde encontramos personajes también inmensos en situaciones que
limitan con su propia resistencia. Y todo ello en un contexto social también
muy presente, muy influyente en los interiores de esos personajes, en donde
algunos de los componentes especialmente importantes son la inmigración y los
conflictos interculturales.
Eso es el teatro de
Tenesse Williams, el certero autor teatral nacido en 1911 y muerto en 1983: un
choque de trenes, una explosión, con sus momentos anteriores y sus consecuencias
posteriores. Hace falta magníficos actores que hagan creíbles esas excursiones
a los límites de la realidad. Y siguen haciendo falta magníficos actores para
llevar al cine lo que en principio fue concebido para verse sobre un escenario.
Por eso, Elia Kazan, que sabía mucho de cine y de teatro y, en concreto, de
esta obra que había ya montado en Broadway hacía escasamente tres años, no
tiene dudas al asignar nuevamente a Marlon Brando el personaje de Stanley, el
rudo inmigrante polaco, y a Vivien Leight el de Blanche Dubois en esta versión
cinematográfica de “Un tranvía llamado deseo”. A Marlon no le dieron el Oscar,
pero a Vivien sí, y con éste ya llevaba dos después de su mítica intervención
en “Lo que el viento se llevó”.
Sin embargo Brando está extraordinario.
Qué fuerza, qué técnica, qué calculo de energías para un actor de veinticuatro
años, con tan poca experiencia a sus espaldas pero con una intuición y una
sabiduría intuitiva fuera de o común. Algunos de sus momentos, compartidos con
Vivien, o con Kim Hunter (esta sí, Oscar a la Mejor Actriz de
reparto), pertenecen ya a los mejores recuerdos del cine: la que Stanley grita
desconsolado el nombre de su mujer, la de Stanley desmontando a Blanche su
mundo de fantasía, la imagen de Stela clavándole los dedos a su marido en la
espalda en un abrazo desgarrado, lleno de pasión y de amor…
Kim Hunter y Marlon Brando
Ese cine y ese teatro ya
no pertenecen a nuestro tiempo, como tampoco pertenece a nuestro tiempo el
teatro de Shakespeare. Lecciones intemporales de talento artístico, de cómo se
escribe un guión, de cómo se dosifican los elementos racionales y emotivos de
manera exacta para contarnos una historia desgarradora, posible, reconocible,
de cómo se da vida a un personaje. Tal vez Nueva Orleáns no sea ya como aquí
aparece –convertida en signo de la alegría, la corrupción y el exceso-, pero
cualquier lugar en donde los celos, los fantasmas, el deseo y la crueldad
forman parte de un mismo cóctel puede ser Nueva Orleáns.
Un decorado de teatro, que
no se disimula a sí mismo, puede ser más evocador que todos los efectos
especiales de Avatar. Porque en ese decorado nos sería posible situarnos si nos
sentimos algo más que meros espectadores de lo que a los demás les
ocurre.
FA 4763