domingo, 3 de junio de 2012

Werner Herzog - The White Diamond (2004)


El diamante blanco
Doce años atrás, el documentalista alemán Dieter Plage encontró la muerte en el corazón de la selva de la Guayana, cuando volaba con un ingenio propulsado por helio, el Jungle Airship, inventado por un amigo suyo, mientras observaba la vida salvaje en las copas de los árboles. En verano de 2004, Werner Herzog, reemprende esta expedición de alto riesgo en un nuevo prototipo aerostático de características parecidas en compañía del ingeniero del zeppelín siniestrado, para registrar y narrar la fatídica historia de Dieter.
Durante el Festival de Cannes de 1982, donde Werner Herzog ganó el premio al mejor director por Fitzcarraldo, Wim Wenders invitó a una veintena de directores (Antonioni, Godard, Fassbinder, Spielberg, Herzog, el mismo Wenders...) a que se encerraran por un ratito en la habitación 666 de cierto hotel y predijeran, solos frente a la cámara que ellos mismos debían encender y apagar, cuál sería en su opinión el futuro del cine. La toma fija incluía una silla, una mesa, una ventana y a la derecha, molestando, un televisor encendido. Algunos directores ni notaron el aparato, otros lo notaron sin escándalo, alguno comentó sarcásticamente su trascendencia para la pregunta. Cuando le tocó el turno a Herzog, lo primero que hizo después de quitarse los zapatos (“Esta pregunta no se puede contestar con los zapatos puestos”, alegó el hombre que unos años antes se había comido un zapato en cámara) fue lo que todo espectador deseaba en secreto desde el principio, pero no creía que fuera posible hacer: apagar el puto televisor ése.
Se pueden olvidar sin culpa los pronósticos cinematológicos de Herzog y demás luminarias acerca de eso que sólo el tiempo acaba contestando, a medias y contra cualquier expectativa. Pero ese instante mágico, casi impensable antes de que suceda, en el que Herzog nos libera de las imágenes indeseadas del fondo –ese gesto mínimo y soberano de autodeterminación humana–, eso perdura: la habitación 666, como visitada por su dueño legítimo, el demonio, ya no vuelve a ser la misma cuando él se va. 


Desde que en 1972 filmó Aguirre, la ira de Dios en la selva amazónica, Herzog acude regularmente al llamado de la jungla sudamericana. Volvió una década después para rodar Fitzcarraldo, un lustro más tarde por Cobra Verde y a fines de siglo para recordar a su enemigo más íntimo, el no menos inurbano Klaus Kinski. En el 2000 volvió junto a Juliane Koepcke, una bióloga alemana que en 1971 tomó el avión que Herzog mismo debería haber tomado durante la filmación de Aguirre..., cayó en la selva y fue rescatada luego de estar diez días a la deriva. The White Diamond, el Herzog más reciente, transcurre una vez más en el territorio opuesto al desierto (otra geografía extrema cara a Herzog: Fata Morgana, Donde sueñan las hormigas verdes, Lecciones de oscuridad); en este caso en Guyana, la república más perdida del continente.
La historia que cuenta Herzog tampoco es nueva: un hombre tiene un sueño y hace todo por no despertar de él. En lugar de un falso melómano alemán tratando de pasar un barco a vapor por encima de un monte que divide dos ríos, ahora se trata de un verdadero ingeniero inglés que quiere volar en un mini-zepelín de fabricación propia por sobre una zona aún no explorada del planeta. Con escenas de archivo en blanco y negro se cuenta al principio la antigua pasión de aquellos hombres magníficos en sus máquinas voladoras; luego, el ingeniero Graham Dorrington explica con entusiasmo enternecedor detalles técnicos que el espectador medio –medio aburrido– no hará ningún esfuerzo por tratar de comprender, y por fin, en una avionetita que da más miedo que el zepelín, llegamos a lo verde.
Antes del primer despegue, Herzog le explica a Dorrington la diferencia entre dejarlo volar solo y acompañarlo: “Hay estupideces heroicas y estupideces estúpidas: no subirme con vos corresponde al segundo tipo”. Con una vieja cámara en la mano (“In celluloid we trust”, proclama al subirse), el ya tampoco joven loco de la selva –este año cumple 63, lo que no significa que le queden dos para jubilarse– emprende junto a Dorrington la travesía aérea en “el zepelín más pequeño del mundo”. Por el incendio de uno de los propulsores, el primer viaje del Diamante Blanco casi termina de forma fatal, como el anterior. 
Sólo de a poco el espectador se va enterando de la historia que subyace a la historia: doce años atrás, con un modelo anterior y en Sumatra, Dorrington había espiado las alturas junto al conocido documentalista de animales Dieter Plage. Alma gemela de Herzog en profesionalismo y temeridad, Plage alguna vez fue pisado por un elefante durante una filmación, cosa que podría haber constituido una catástrofe si no fuera porque “la suerte quiso que la cámara siguiera encendida”. (En la película se muestran las arrolladoras imágenes del accidente.) En aquella excursión indonesa, durante un vuelo solitario en el globo aerostático de Dorrington, Plage cayó tras engancharse con un árbol y murió mientras su amigo trataba de salvarlo. “Le lavé el cuerpo en el río, todavía veo su sangre deslizándose con el agua”, cuenta Dorrington de cara a otro río, el que eligió ahora para homenajearlo con su nuevo aparato de volar. 

Los traumas aéreos tampoco son nuevos en la extensa filmografía de Herzog. Antes de rehacer junto a Juliane Koepcke el calvario que vivió en la selva peruana luego del accidente de avión, el director se fue a Laos junto a Dieter Dengler, un alemán que emigró a Estados Unidos para cumplir su sueño de ser aviador, se alistó en la fuerza aérea yanqui y durante su primer vuelo en Vietnam cayó en manos de los enemigos. Tanto “Alas de Esperanza” como “El pequeño Dieter necesita volar” cuentan tragedias que involucran aviones, selva, supervivencias y la recuperación heroica del pasado, un procedimiento de densificación emocional que Herzog vuelve a ensayar en The White Diamond. (...)

En su apasionante diario de filmación de Fitzcarraldo, Conquista de lo inútil, publicado luego de que su autor pasara 25 años sin animarse a leerlo, Herzog nunca explica cabalmente por qué hizo esa película demencial (“¿Y si hago yo de Fitzcarraldo?”, se pregunta cuando le falla Mick Jagger, el primero que ocupó el lugar de Kinski: “Me animaría a hacerlo, porque mi tarea y la de él se hicieron idénticas...”). Dos pasajes arrojan una luz oblicua sobre este punto oscuro: “Antes de los primeros rápidos que preludian al Pongo de Manseriche, nos llegó una correntada de aire frío y cortante desde un pasaje angosto entre las montañas. Aquí, regresar aún hubiera sido posible. Con el soplo gélido escuchamos un lejano tronar desde la quebrada, y nadie entendía por qué seguíamos andando, pero seguimos andando porque seguimos andando”. Y más adelante: “Laplace habló de aplanar la pendiente hasta que tuviera sólo un 12 por ciento de caída. Le dije que no lo iba a permitir, porque de esa forma perderíamos la metáfora central de la película. ‘¿Metáfora de qué?’, me preguntó. Le dije que eso no lo sabía, sólo que era una gran metáfora”.
The White Diamond, como ya lo indica su título, también es una gran metáfora de nada. Un derroche. Por eso parecen fuera de lugar la prehistoria traumática y las presuntas razones de la elección del escenario. Volamos porque volamos: cualquier otra justificación racional sería insensata. (Ariel Magnus, Acefalis)

"La vida es inaprensible." Taisen Deshimaru
"El mundo se revela para aquellos que van a pie." Werner Herzog

FA 4693

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