El poder de la imagen
cinematográfica es inmenso. Los límites que la rigen no dejan de desdibujarse
con el tiempo. Es fácil ser pesimista hoy en día, una mirada demasiado global o
lejana al panorama cinematográfico actual decepcionaría al más eufórico de los
amantes de la modernidad y hundiría en el poso de la depresión al melancólico
amante del clasicismo. Como consejo para la salud del buen cinéfilo es
indispensable la siguiente recomendación: no decaer y hacer del esfuerzo la
primera norma de su conducta. Pareciera que aquellos que sentimos curiosidad
por un cine generalmente mal llamado “diferente”, aquellos que pensamos que el
cine puede ser algo más que una forma de ocio debemos emprender una labor casi
arqueológica en busca de tesoros escondidos en recónditas cinematografías o en
los cavernosos subterráneos de las grandes industrias, aquellos lugares en los
que la idea de independencia creativa todavía resiste al ataque de la
dependencia económica. Nos hemos convertido en vulgares imitadores de aventureros
de película, románticos perseguidores de un sueño plano, incorpóreo e
intangible. La diferencia yace en una pequeña diferencia de envergadura
heroica. Nuestra aventura más común consiste simplemente en dejar pasar el
tiempo y rezar porque una alma caritativa (léase distribuidor chiflado con
espíritu suicida) nos permita gozar de una de esas joyas escondidas. Un poco
más de mérito tiene el pegarse enfermizos atracones de materia fílmica en
aquellos extraños oasis llamados festivales, en los que por unos días se nos
permite bailar con zapatos de princesa antes de que las doce campanadas de la
clausura nos despierten del sueño. Pero a ver, dejémonos de cursilerías, la
realidad es que por cada una de esas extrañas maravillas de festival, te tienes
que tragar más de uno de esos asquerosos bodrios de festival (sí, todos los que
os hayáis zampado una muestra de cine deberéis confesar que allí habréis visto
probablemente las peores películas de vuestro historial cinéfilo). Total, que
me desvío demasiado del rumbo a seguir. Decía lo cada vez más difícil que es
encontrar películas alejadas de la (nula) sensibilidad que promueve el mainstream.
Sin
embargo, como anunciaban las dos primeras afirmaciones del presente artículo,
soy una persona optimista que aún confía en el futuro del cine. Ese optimismo
se basa, sin duda alguna, en la existencia de personajes, acertadamente
llamados francotiradores, como Atom Egoyan. Exploradores que, a base de
escrutar terrenos y paisajes periféricos, nos desvelan verdades capitales. Dentro
del enorme campo de posibilidades, Egoyan escoge casi siempre caminos
alambricados, como si el acceso a esas verdades que pretende desvelar
requiriese de cierto número de obstáculos previos. Más que eso, Egoyan parte de
la asunción de que solo es posible observar el espíritu escondido en los
objetos, las personas y los paisajes a través de un prisma que genere imágenes
caleidoscópicas que deformen la realidad enfrentándola a si misma. Las imágenes
del canadiense de origen armenio buscan desesperadamente una explicación a su
existencia, gusta de usar la yuxtaposición de situaciones narrativamente
encontradas, y sin embargo lejanas en el tiempo o el espacio, también historias
paralelas que evolucionan al compás o desfasadas, pero siempre en una relación simbiótica
a través de la cual ir deshaciendo los nudos que obturan la comprensión de las
narraciones y que allanan el camino para la aparición de una verdad superior.
El
dulce porvenir es el análisis
del impacto de la tragedia sobre la vida del ser humano. Y en un nivel
metacinematográfico el estudio de las formas de representación de las emociones
a través de la imagen. Ambos objetivos se van complementando y alimentando
mutuamente formando un todo uniforme. Esa es una de las grandes virtudes del
cine de Egoyan, esa lucidez para dotar de una impecable homogeneidad sus
despedazadas narraciones. En este caso, esa característica es primordial para
sofisticar el discurso que dará respuesta a la primera de las preocupaciones
expuestas. En este caso la tragedia principal es la muerte, en el accidente de
un bus escolar, de la mayoría de niños de un pueblo. Este hecho marcará
inexorablemente la existencia de los habitantes del montañoso poblado y
desvelará la debilidad de la aparente felicidad, bienestar y buena convivencia
de la comunidad. También encontramos la tragedia en la vida de Mitchell
Stevens, el abogado que intentará unir a algunos padres de niños muertos o
lesionados por el accidente para denunciar el hecho ante los tribunales.
Mitchell ha perdido a su hija en manos de las drogas y su frustración lo
convierte en un ser desvalido de la capacidad de amar. Ante este planteamiento,
Egoyan va escrutando con paciencia y manos de cirujano la intimidad de sus
personajes. Liberado de la pesada carga de la linealidad narrativa, el director
emprende un análisis profundo de la fragilidad de los pilares sobre los que se
soportan sensaciones como la felicidad, el dolor, la tristeza, la alegría o la
desesperación. Ante nuestros ojos encontramos emparentadas imágenes anteriores
y posteriores al accidente, formando una nebulosa grisácea que tiñe de una
hirviente y candorosa paz las imágenes de la tristeza de los padres de las
victimas del accidente. Es éste sin duda el motivo del título de la película y
del monólogo final de Nicole (maravillosamente interpretada Sarah Polley). La
película se empapa de un tono difuminado que remite a la nostalgia por un
pasado que siempre fue mejor, una melancolía filmada con exquisita belleza
sobre un paisaje siempre nevado que favorece la temporalidad confusa del
relato. El resultado sobre la sicología del espectador es curioso y plenamente
buscado por el director. Finalmente, compartimos junto a los habitantes de la
película ese dulce porvenir que les toca afrontar, sumidos en una tristeza blanca
y melódica que parece inevitable. La huella del tiempo y la amenaza de la
muerte son armas incontestables. En la alegría de vivir late también el dolor
de la pérdida y la muerte y esa es la gran verdad que yace en las imágenes de
la película.
En
la película se producen continuas apariciones de los padres de las victimas del
siniestro, así como de Dolores (la conductora del autobús escolar), junto a
fotos en las que se pueden ver bellos retratos de sus hijos muertos,
convertidos tras la tragedia en presencias fantasmagóricas. Egoyan se apoya en
esa manera tan propia y precisa de desgranar sus historias fragmentadamente
para convertir sus imágenes en metáforas cargadas de significado. En un solo
plano, aquel en el que recorremos el autobús en el que viajan los niños del
pueblo mientras estos juegan y gritan, podemos percibir toda la carga dramática
y la tesis estética que nos propone el conjunto de la película. Los niños que
vemos no están vivos ni tampoco muertos, flotan alegremente en un tiempo flotante
que les permite sobrevivir en un sinuoso y brillante letargo. El carácter
fantasmagórico y tétrico a la vez que bello y dulce no solo podemos captarlo
gracias a la información que se nos ha otorgado previamente, sino que existe en
las imágenes un contenido dramático intrínseco, que proviene tanto de la
planificación de la escena (el travelling frontal insinúa una mirada ajena, pero
acogedora, casi como si algo divino acogiese a los niños en sus brazos) como de
la fotografía (intensamente brillante) y la banda sonora (una melodía en la que
las notas se sostienen prolongadamente intensificando la naturaleza onírica de
la imagen). Pues como esta, tantísimas otras. Podría pensarse en El dulce porvenir como en una pared llena de
fotografías, como un collage en el que se mezcla el pasado y el futuro, una
colección de imágenes en las que las imágenes del futuro buscan consuelo y
salvación en las fotografías de la felicidad pasada, pero en la que también se
invierten los papeles y el pasado convive con unas fotografías en movimiento
futuras que le advierten de la fragilidad de sus normas.
Para
ir acabando, y como exposición del talento narrativo de Egoyan, gran guionista
además de director (aunque la originalidad del guión de El dulce porvenir la comparta con una novela de Russel
Banks), me gustaría analizar brevemente el trato que se le da en la película a
la fábula del flautista de Hamelín. Partiendo de la base de que todos los
lectores conocerán el relato, vayamos descifrando las múltiples relaciones que
se establecen entre este y el guión de Egoyan. Sin ningún orden concreto,
empezaría refiriéndome a un paralelismo en el que los niños del pueblo de la
película se identificarían con los niños de la fábula, ambos alejados de los
brazos de sus padres, llevados a un lugar imposible (el fondo de un lago
congelado o el interior de una montaña mágica) de la mano del flautista de
Hamelin. Lo que resulta menos obvio es quien juega el papel del flautista en la
película, podría ser Dolores como conductora del bus o una fuerza impulsora del
destina fatal de los niños. Otra referencia la podemos encontrar en el
personaje de Mitchel Stevens (un correcto Ian Holm) que como el flautista hace
con los niños de la fábula, intenta embaucar a los habitantes de la película
para que le sigan en su ansia de dinero utilizando despiadadamente la
fragilidad que el dolor de la tragedia ha llevado a sus vidas. Escarbando y
rebuscando en los diálogos de la película podría encontrarse otra posible
conexión, según la cual la gente del pueblo se vería emparentada con el
personaje del flautista cuando éstos, furiosos y desorientados, clamasen
venganza por la muerte de sus hijos, igual como el flautista se siente
injustamente tratado cuando no se le paga por la desratización del pueblo. Por
último encontramos la relación entre filme y fábula que acapara la mayor parte
de la atención durante el último fragmento de película, aquella según la cual
podemos observar a Sam embrujando a su hija (Nicole), abusando sexualmente de
ella mientras le hace promesas apasionadas, convirtiendo su historia en un
cuento de hadas, un cuento de pajares iluminados con velas. Como el flautista,
Sam conduce a su hija a la perdición sin el conocimiento de esta, solo la
tragedia, de la que es la única niña superviviente, permitirá que Nicole, al
igual que el niño cojo que se queda solo fuera de la montaña que engulle a los
demás niños de la fábula, adquiera conciencia de una realidad triste y
decepcionante. Cabe apuntar que Egoyan se mantiene cuidadosamente distante del
conflicto moral que suscita un tema como el incesto, y así Nicole no se vuelve
en contra de su padre como un castigo por sus abusos, sino por no cumplir las
promesas que un día le hizo, por no seguir amándola como la amaba. Esta es una
interpretación particular, pienso que también es posible una interpretación más
moralista de esta parte de la película.
Imágenes
sin tiempo ni lugar, Atom Egoyan se siente cómodo bordeando los límites que
rigen la materia cinematográfica. Demos gracias por ello.
FA
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