Después de lo dicho para
arrancar la crónica de ayer respecto a las proyecciones en digital, se
experimenta un sincero placer cuando alguien da la vuelta a tus argumentos,
obligándote a rectificar con la cabeza gacha. Todos los honores se los merece
Sebastian Buchmann, que si no es el mejor director de fotografía del cine
francés hoy en día, no está lejos de serlo. En La Guerre est déclarée hace
cosas demenciales: filmada en digital, proyectada en digital, la película no
renuncia a una ambición formal respecto a cómo servirse de los colores, cómo
trabajar el enfoque, la oscuridad, el espacio… Algunos planos casi los habrían
firmado Godard y Coutard, y encantados. Es de locos pensar en lo que hace
Buchmann filmando espacios tan anodinos, tan neutros como un hospital.
En su
hermosa reseña de la película, Arnaud Hallet dice que es muy simple
y muy rara, es decir, muy bella. Y no se me ocurre mejor forma de definir lo
que hace Buchmann, no se me ocurre cómo explicar que, en una película sin
ningún subrayado visual, sin ninguna indicación violenta respecto a los
sentimientos, ver una camilla de un bebé pueda ser algo terrible, y al mismo
tiempo tan normal.
El asunto es, sí, grave:
una joven pareja descubre que su hijo Adam, de unos dos años, tiene un tumor
cerebral. Y sin embargo la película no es ni sentimentalista ni mortuoria,
porque:
a) El prólogo de la
película nos muestra a Juliette (Valérie Donzelli) con un niño de unos 8 años,
que suponemos su hijo, superando un scanner cerebral (sin necesidad del
omnipresente primer plano del rostro del paciente dentro del scanner). Con este
prólogo, cualquier intento de especulación emocional con la enfermedad del niño
queda descartada. Sabemos que va a superarlo, que no va a morir en las pruebas
y operaciones que sufre. No es el suspense lo que nos tiene en vilo ni lo que
hace que nuestras lágrimas se derramen.
b) La película es vivaz.
Recientemente hablaba con Francisco Algarín sobre el placer que nos ha
producido la última película de Joao Nicolau. Tanta ruptura, tanta sorpresa,
tanto cambio de registro daba a la película esa brillantez que provoca ver algo
tan vivo. Nuestra conversación derivó hacia los riesgos de esa política del
cambio y de la ruptura, hacia lo difícil que es romper el tono sin por ello
terminar haciendo «cualquier cosa». Donzelli lo consigue gracias a la constante
prevalencia del personaje y de su conflicto, y al rechazo del realismo, con r
mayúscula. En La Guerre
est déclarée se va al hospital, se inician vidas, se reencuentran amigos, se
pintan casas, se canta, se tienen deudas, se baila, se calla, se escribe y se
disfruta haciéndolo, se ponen frenos, se toman decisiones, se fuman esos
cigarros que sólo fumamos cuando tenemos tanto miedo, se ama.
Alguien dijo una vez que,
con el siglo XX, las guerras dejaron de ser guerras para parecerse cada vez más
a desastres naturales. A uno le podía caer la guerra encima como le podía caer
un tornado. O un cáncer. Aceptar lo atroz, el nacimiento de una nueva era, eso
es lo que hacen los personajes y lo que hace la película. Se puede tener un
hijo con cáncer e ir de fiesta, se puede hacer una película sobre el asunto más
angustioso posible sin poner al espectador en una posición de inferioridad, sin
matar esa relación privilegiada.
En la primera fiesta de la
película, Julieta y Romeo (Jérémie Elkaïm, aquel de la aparición fugaz cuya
vida envidiaba el protagonista de Night and Day) se conocen, mirándose de
lejos. Por un momento creemos volver a La Reine des pommes, primera película de Donzelli,
donde el inicio nos disparaba a bocajarro una serie de viñetas de falsedad, de
comicidad. Cuando Serge Bozon, que interpreta brevísimamente al histérico novio
de Julieta, se pone violento ante la escena, empieza a suceder algo parecido.
Se narra tan rápido y de forma tan irreal que no podemos creer que luego las cosas
puedan pararse tanto para luego volver a arrancar. La última fiesta de la
película, la última fiesta que Romeo y Julieta vivirán juntos, se transforma en
una kiss party donde todo el mundo se besa y luego, guitarra en mano, se canta,
se está en comunidad, y es artificial. Y en ese momento, por primera vez, Romeo
llora. Y es natural.
Y es que esas constantes
idas y venidas son las que permiten introducir en escena el pathos del actor,
las crisis, las familias (llenas de presencia en cada plano en el que aparecen
como por pequeños trazos, están ahí, Brigitte Sy y Michèle Moretti, aquella que
empezó a actuar con Arrieta y Rivette, y que desde la muerte de Biette se
empeña en no dejar de darse enteramente por muy mediocre que sea la película en
la que le toque actuar), se puede introducir incluso una canción de Benjamin
Biolay, fundidos prolongados, hasta fragmentos de películas experimentales,
voces en off con narradores distintos, trucos de magia. Y sigue existiendo un
lado absolutamente cívico en la propuesta de la película; casi como en una
película de Vecchiali (aunque mucho se hable de Truffaut y de Rohmer), La Guerre est déclarée se
niega a abandonar del todo el campo de batalla, el conflicto de los personajes.
Está ahí, no se acaba nunca del todo, hay que hundirse en él.
Tal vez sea eso, tal vez
sea la evolución de lo que hacen los actores en las dos películas de Donzelli,
particularmente aquello que entre ella y Elkaïm en La Reine des pommes empezaba
como un juego (con él interpretando a todos los ligues que ella se echa para
olvidar al novio que la ha dejado, que naturalmente también interpreta él), y
que aquí se convierte en un asunto mayor, o lo que hace con Beatrice de Staël
que en aquella era una tía con un ojo raro (delirante) y en esta es una pediatra
de extraña dicción, pero de una similar unión entre lo escrito y lo material,
entre lo que reconforta y lo que hace reír. El cine de Donzelli es ella, ella
nos lo representa, por poco que aparezca.
O tal vez sea lo que vemos
y lo que no, o contemplar a un bebé que sufre sin necesidad de primeros planos,
ya está allí, o que la ruptura no necesite ser puesta en escena, pues también
estaba allí. Sea como fuere, coincido con Arnaud Hallet. Algo muy especial
tiene que haber para que que, al aparecer una Nintendo DS en el plano,
lloremos.
Epílogo: la batalla del
detergente
Por mucho que el cine sea
el séptimo arte, el detergente ha podido con él. El detergente es aquello que
usan ciertos cineastas para que su película funcione como un anuncio de
detergente. Es creerse que un espectador puede ser sometido mostrando un
gráfico, un detalle de síntesis, con una voz que explica tal causa y tal
efecto. Es casi mágico. Antiguamente, en las películas de detectives se decía
que, si era buena, el espectador podía descubrir el misterio tan pronto como el
detective en cuestión. Al menos eso me decían cuando era pequeño. Llegaron los
anuncios de detergentes, y llegaron las series de televisión, ese universo que
para muchos «es la salvaguarda del mejor cine americano». Llegaron los
detectives que nos explicaban lo que pasaba, las animaciones que nos hacían
tragar cualquier cosa. Llegó CSI, llegó House, y murió hasta el fantasma de
Sherlock Holmes. Es muy triste que una película le diga a su espectador que el
algodón no engaña, y mientras le enseñe una mancha. Son tristes, las risas de
los espectadores de Wu Xia.
Es triste, en definitiva,
que la guarnición se haya comido al solomillo.
FA 4813
No hay comentarios:
Publicar un comentario