miércoles, 27 de junio de 2012

Valérie Donzelli - La Guerre est déclarée (2011)


Después de lo dicho para arrancar la crónica de ayer respecto a las proyecciones en digital, se experimenta un sincero placer cuando alguien da la vuelta a tus argumentos, obligándote a rectificar con la cabeza gacha. Todos los honores se los merece Sebastian Buchmann, que si no es el mejor director de fotografía del cine francés hoy en día, no está lejos de serlo. En La Guerre est déclarée hace cosas demenciales: filmada en digital, proyectada en digital, la película no renuncia a una ambición formal respecto a cómo servirse de los colores, cómo trabajar el enfoque, la oscuridad, el espacio… Algunos planos casi los habrían firmado Godard y Coutard, y encantados. Es de locos pensar en lo que hace Buchmann filmando espacios tan anodinos, tan neutros como un hospital.
En su hermosa reseña de la película, Arnaud Hallet dice que es muy simple y muy rara, es decir, muy bella. Y no se me ocurre mejor forma de definir lo que hace Buchmann, no se me ocurre cómo explicar que, en una película sin ningún subrayado visual, sin ninguna indicación violenta respecto a los sentimientos, ver una camilla de un bebé pueda ser algo terrible, y al mismo tiempo tan normal.
El asunto es, sí, grave: una joven pareja descubre que su hijo Adam, de unos dos años, tiene un tumor cerebral. Y sin embargo la película no es ni sentimentalista ni mortuoria, porque:
a) El prólogo de la película nos muestra a Juliette (Valérie Donzelli) con un niño de unos 8 años, que suponemos su hijo, superando un scanner cerebral (sin necesidad del omnipresente primer plano del rostro del paciente dentro del scanner). Con este prólogo, cualquier intento de especulación emocional con la enfermedad del niño queda descartada. Sabemos que va a superarlo, que no va a morir en las pruebas y operaciones que sufre. No es el suspense lo que nos tiene en vilo ni lo que hace que nuestras lágrimas se derramen.
b) La película es vivaz. Recientemente hablaba con Francisco Algarín sobre el placer que nos ha producido la última película de Joao Nicolau. Tanta ruptura, tanta sorpresa, tanto cambio de registro daba a la película esa brillantez que provoca ver algo tan vivo. Nuestra conversación derivó hacia los riesgos de esa política del cambio y de la ruptura, hacia lo difícil que es romper el tono sin por ello terminar haciendo «cualquier cosa». Donzelli lo consigue gracias a la constante prevalencia del personaje y de su conflicto, y al rechazo del realismo, con r mayúscula. En La Guerre est déclarée se va al hospital, se inician vidas, se reencuentran amigos, se pintan casas, se canta, se tienen deudas, se baila, se calla, se escribe y se disfruta haciéndolo, se ponen frenos, se toman decisiones, se fuman esos cigarros que sólo fumamos cuando tenemos tanto miedo, se ama.
Alguien dijo una vez que, con el siglo XX, las guerras dejaron de ser guerras para parecerse cada vez más a desastres naturales. A uno le podía caer la guerra encima como le podía caer un tornado. O un cáncer. Aceptar lo atroz, el nacimiento de una nueva era, eso es lo que hacen los personajes y lo que hace la película. Se puede tener un hijo con cáncer e ir de fiesta, se puede hacer una película sobre el asunto más angustioso posible sin poner al espectador en una posición de inferioridad, sin matar esa relación privilegiada.
En la primera fiesta de la película, Julieta y Romeo (Jérémie Elkaïm, aquel de la aparición fugaz cuya vida envidiaba el protagonista de Night and Day) se conocen, mirándose de lejos. Por un momento creemos volver a La Reine des pommes, primera película de Donzelli, donde el inicio nos disparaba a bocajarro una serie de viñetas de falsedad, de comicidad. Cuando Serge Bozon, que interpreta brevísimamente al histérico novio de Julieta, se pone violento ante la escena, empieza a suceder algo parecido. Se narra tan rápido y de forma tan irreal que no podemos creer que luego las cosas puedan pararse tanto para luego volver a arrancar. La última fiesta de la película, la última fiesta que Romeo y Julieta vivirán juntos, se transforma en una kiss party donde todo el mundo se besa y luego, guitarra en mano, se canta, se está en comunidad, y es artificial. Y en ese momento, por primera vez, Romeo llora. Y es natural.
Y es que esas constantes idas y venidas son las que permiten introducir en escena el pathos del actor, las crisis, las familias (llenas de presencia en cada plano en el que aparecen como por pequeños trazos, están ahí, Brigitte Sy y Michèle Moretti, aquella que empezó a actuar con Arrieta y Rivette, y que desde la muerte de Biette se empeña en no dejar de darse enteramente por muy mediocre que sea la película en la que le toque actuar), se puede introducir incluso una canción de Benjamin Biolay, fundidos prolongados, hasta fragmentos de películas experimentales, voces en off con narradores distintos, trucos de magia. Y sigue existiendo un lado absolutamente cívico en la propuesta de la película; casi como en una película de Vecchiali (aunque mucho se hable de Truffaut y de Rohmer), La Guerre est déclarée se niega a abandonar del todo el campo de batalla, el conflicto de los personajes. Está ahí, no se acaba nunca del todo, hay que hundirse en él.
Tal vez sea eso, tal vez sea la evolución de lo que hacen los actores en las dos películas de Donzelli, particularmente aquello que entre ella y Elkaïm en La Reine des pommes empezaba como un juego (con él interpretando a todos los ligues que ella se echa para olvidar al novio que la ha dejado, que naturalmente también interpreta él), y que aquí se convierte en un asunto mayor, o lo que hace con Beatrice de Staël que en aquella era una tía con un ojo raro (delirante) y en esta es una pediatra de extraña dicción, pero de una similar unión entre lo escrito y lo material, entre lo que reconforta y lo que hace reír. El cine de Donzelli es ella, ella nos lo representa, por poco que aparezca.
O tal vez sea lo que vemos y lo que no, o contemplar a un bebé que sufre sin necesidad de primeros planos, ya está allí, o que la ruptura no necesite ser puesta en escena, pues también estaba allí. Sea como fuere, coincido con Arnaud Hallet. Algo muy especial tiene que haber para que que, al aparecer una Nintendo DS en el plano, lloremos.

Epílogo: la batalla del detergente
Por mucho que el cine sea el séptimo arte, el detergente ha podido con él. El detergente es aquello que usan ciertos cineastas para que su película funcione como un anuncio de detergente. Es creerse que un espectador puede ser sometido mostrando un gráfico, un detalle de síntesis, con una voz que explica tal causa y tal efecto. Es casi mágico. Antiguamente, en las películas de detectives se decía que, si era buena, el espectador podía descubrir el misterio tan pronto como el detective en cuestión. Al menos eso me decían cuando era pequeño. Llegaron los anuncios de detergentes, y llegaron las series de televisión, ese universo que para muchos «es la salvaguarda del mejor cine americano». Llegaron los detectives que nos explicaban lo que pasaba, las animaciones que nos hacían tragar cualquier cosa. Llegó CSI, llegó House, y murió hasta el fantasma de Sherlock Holmes. Es muy triste que una película le diga a su espectador que el algodón no engaña, y mientras le enseñe una mancha. Son tristes, las risas de los espectadores de Wu Xia.
Es triste, en definitiva, que la guarnición se haya comido al solomillo.

FA 4813

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