“La vida es un camino de tristezas”, dice el Quijote
a Sancho
Adaptación libre de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de
la Mancha de
Miguel de Cervantes, Honor de Cavallería propone el quietismo y la
contemplación como fundamento de un viaje fílmico. El director Albert Serra
llega al cine desde el territorio de las letras, y aborda el texto dejando de
lado preconceptos narrativos. Por eso es mejor no esperar una estructura clásica
en esta construcción de un Quijote y un Sancho en ocupado vagabundeo por la
naturaleza. Serra utiliza para las interpretaciones a LLuís Carbó y Lluís
Serrat, actores no profesionales con los que rescata y homenajea la tradición
de Passolini y Bresson.
Los diálogos son casi monólogos del Quijote, que atienden
temas de caballería, espirituales o prácticos. No se muestran las aventuras,
sino la reflexión sobre ellas, y aunque de tanto en tanto, y sin mayor
explicación se cruzan en el camino con otros jinetes, sustancialmente asistimos
a una expedición de dos compañeros solitarios. El viaje es interior, los
silencios y las meditaciones forman la esencia del discurrir de los
protagonistas. Un caballero cansino pero idealista. Un escudero retraído que
acompaña al Quijote con fidelidad. Tal vez comparte con el Sancho de Franz
Kafka ese sentido de cierta responsabilidad que lo llevó a seguir a su
incontenible demonio –al que después dio el nombre de Don Quijote- en sus
andanzas. Entre ambos, el interrogante, explicitado por un viajero que se
encuentra con ellos: ¿Qué sería de Sancho sin el Quijote? ¿Podría, quizá, como
le sugiere alguien, abandona al Quijote para construirse una casa y llevar otra
vida? No hay respuesta, tal vez porque sería imposible la existencia de uno sin
el otro. Poseedores de un vínculo indisociable, se saben vencedores vencidos
(“hemos triunfado, Sancho, pero igual me siento triste”); caballeros condenados
al camino errático y al recogimiento. Como escribe Walter Benjamín: “ser hombre
o caballo, eso ya no importa, lo importante es deshacerse de la carga
depositada sobre la espalda”.
Una adaptación libre tal vez sea eso, mantener un principio
o un valor que no es transferible en la traducción. Si una –toda- traducción es
una traición, acaso un quijote trasladado a imágenes sea imposible, y de ello
dan cuenta los numerosos intentos. Desde el Orson Welles inconcluso, al Terry
Gilliam perdido en La
Mancha. Pero Albert Serra se aparata de la novela para
conservar una identidad inmanente a la obra. Así cómo en el libro de Cervantes
la melancolía era hacia el mundo disoluto de la caballería medieval, el andar
del film deja la sensación nostálgica de algo perdido: la inconmensurable
unidad del hombre con la
Naturaleza. No es casual que todo el rodaje se concrete en
escenarios naturales y que en las imágenes no aparezca ninguna construcción
humana. El viejo tonto serio y su asistente incapaz refrescan sus cuerpos en un
lago, duermen tendidos en el pasto, y deambulan por el campo,
peligrosamente inofensivos.
Sin Dulcinea ni molinos de viento, en la película resalta la
ausencia de criterio comercial. En contraposición, su libertad creativa la
coloca en las márgenes, condenada a vagar por festivales y por las mentes
quijotescas que la sigan en su aventura.
FA 4771
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