En una serie de reflexiones sobre el mal en el cine no puede
faltar la película Tras el cristal (1986) de Agustí Villaronga, el
film más audaz del cine español. Como reza el letrero de uno de
los Desastres de la guerra de Goya, que muestra a una muchedumbre a
punto de ser fusilada, "no se puede mirar".
En Tras el cristal no se puede mirar la primera
escena, donde el nazi Klaus, ex médico de un campo de exterminio, inflige
torturas y prodiga caricias a un niño colgado, ni la que muestra al joven
Ángelo asesinando a otro pequeño con una inyección de gasolina delante de la
cámara. Y sin embargo, miramos.
Lo que vemos nos horroriza, aunque sepamos que es una
representación. De hecho, esta película, la primera de Villaronga, horrorizó
más de lo que él mismo había previsto. No esperaba tanto escándalo ni tanta
hipocresía, pero lo cierto es que el público vio más la sombra de la cruz
gamada que el escudo de armas de Gilles de Rais, y más niños reales y
sufrientes que metafóricas víctimas sadianas.
En el festival de Berlín de 1986, el cineasta cayó en la
cuenta del poder de su manejo de los espejismos del mal al oír gritos en la
sala de proyección, y cuando un espectador le insultó y estuvo a punto de
agredirle, según refiere él mismo (2). A partir de entonces le ha rodeado un
aura de malditismo y perversión.
Estas cualidades siniestras que han configurado su
personalidad como creador, son saludadas ahora con benevolencia por la crítica
cuando se ocupa de su última película, Aro Tobulkhin (2002), porque
en otro sistema, en otro género y en un modo de representación posmoderno, en
el que se mezclan los registros, los medios y las voces, parece que Villaronga
está actuando con más legitimidad que cuando manejaba el mal desnudo o
revestido con ciertos rasgos góticos y neblinas azufradas (99.9, 1997), aunque
en realidad su universo creativo sigue siendo el mismo: un cine de la crueldad.
Agustí Villaronga salió a la palestra exhibiendo sin falso
pudor una mirada y una cámara sadianas, como había hecho antes Iván Zulueta con
su cámara vampira (Arrebato, 1979), y como haría Angel García del Val con su
breve cámara necrófila (Cada ver es, 1981). De los tres amantes de la
oscuridad, sólo Villaronga superó el reto de hacer más de dos películas
personales para el cine y estrenarlas en condiciones comerciales.
Tras el cristal es una película plenamente de autor,
con guión y dirección de Villaronga, sin una base literaria preexistente, salvo
bibliografía sobre los campos de concentración. Con ella, el cineasta se
introduce de lleno en el territorio del mal desde la primera secuencia, que
constituye el prólogo. Utilizará comúnmente esta estructura como la que más
conviene a su manera de ver el mundo, un mundo en el que todo lo reprimido
vuelve, y vuelve convertido en monstruo. A partir de los prólogos, Villaronga
cuenta sus historias como desarrollo de un núcleo que contiene latentes las
estructuras del destino o del deseo.
La película comienza con el detalle de un ojo oscuro
que parpadea: el ojo de la víctima (en realidad el del director). En el plano
siguiente, vemos un ojo mecánico, el de una cámara fotográfica: el del verdugo.
El tercer plano vuelve a la víctima con un detalle de sus pies elevados del
suelo. Sigue una serie de primeros planos alternados del verdugo con su cámara
y su deseo, y el niño -ahora ya sí lo vemos- desnudo y colgado cruelmente por
los brazos como un pequeño San Sebastián. Pone fin al idilio sádico un incómodo
beso torcido, sucio de sangre y sudor, y un acto de una brutalidad tal que el
espectador se siente agredido: el hombre descarga un tremendo golpe sobre el
cuerpo inerme de la víctima con un listón de madera. Los pies del niño se
mueven espasmódicamente.
Pero hay un tercer ojo. Alguien ha estado espiando la escena
por el tragaluz del sótano. Vemos su mirada. Luego veremos sus manos
apoderándose de un cuaderno con fotos, mientras el verdugo, perdido en su goce
o ahíto, o desesperado, sube tambaleándose las escaleras de caracol que conducen
a la terraza. Un fantástico plano arquitectónico de la escalera en contrapicado
lo contiene como una trampa y expresa su situación anímica. Mira al suelo desde
lo alto, vacila. No sabemos si cae o se arroja al vacío. Una foto suya con un
niño llena el encuadre. Título: Tras el cristal. A los sones de una
canción alemana, van pasando fotos de los campos de concentración, algunas de
víctimas infantiles pero no todas, mientras corren los títulos de crédito.
Tras este prólogo, sabremos enseguida que el hombre, Klaus
(Günter Meisner), un refugiado nazi, ha sufrido una grave caída -la anterior
caída desde la terraza-, y está vivo gracias a un pulmón de acero que su mujer
ha traído de Alemania. Hace ocho años que viven en España, en una espléndida y
oscura casa de campo, él, su mujer Griselda (Marisa Paredes) y su hija Rena
(Gisela Echevarría). Lo sabemos porque lo dice la voz en off de Griselda,
que escribe una carta a su familia pidiendo ayuda. Quiere que le envíen una
enfermera alemana, porque ella sola no puede cuidar al enfermo.
A estas alturas, el sonido de la máquina, estupendo
artefacto que combina en su aspecto el féretro, la cápsula espacial y la vaina
de un insecto, dotada de un fuelle inquietante, llega a hacerse obsesivo. Se
trata de un ruido que cobrará importancia dramática en el transcurso del
relato, sobre todo en los momentos en que cesa, ya que entonces la vida de
Klaus está en peligro. Klaus, cuerpo dependiente de su vaina de acero y
cristal, que respira por él, sólo es dueño de su cabeza, y aun ésta se halla en
proceso de cambio, ya que reniega de su pasado o al menos no desea repetir los
horrores que cometió con los niños prisioneros siendo médico de un campo de
exterminio.
En el ambiente aparentemente sereno de la casa habitada por
el ya aplacado ogro pedófilo, y por la mujer histérica y la niña plácida pero
tal vez progresivamente loca, irrumpe Angelo (David Sust), joven bien parecido,
moreno y de expresión perpetuamente enfurruñada, con algo turbio en la mirada.
Sust no es actor de cine ni habla con soltura, pero arropado por Meisner,
Marisa Paredes -extraordinaria en su papel de alemana dura y aterrada-, y la
niña Echevarría, lenta y difícil de dirigir pero cuyo resultado en la pantalla
es notable-, sale adelante. Se ofrece como enfermero. A ella no le gusta.
Sospecha de él desde el principio, pero Klaus lo acepta tras una charla
reservada, en off. El espectador supone que el joven tiene algo que ver
con los crímenes del nazi, algo tan grave que ha servido para chantajearle. Más
tarde lo sabremos por boca del mismo muchacho: fue él quien se encargó, tras el
accidente, de esconder el cuerpo del niño muerto en el sótano de la casa.
La primera noche, Angelo abre la máquina para hacer a Klaus
la respiración artificial y una fellatio in extremis que casi acaba
con el enfermo. Son los prolegómenos de un juego de dominación desigual, ya que
el hombre no puede moverse y está en manos del muchacho, como lo estaban los
niños en las suyas. Además, la máquina es extrañamente frágil a pesar de su
aparatosidad. Su funcionamiento depende únicamente de una toma de corriente. Se
enchufa y se desenchufa como una lavadora. Klaus se queda sin respiración
asistida demasiadas veces: Griselda lo desconecta por accidente y tarda mucho
en conectarlo de nuevo. Más tarde, vestida con una bata de seda roja
espectacular, manipula los plomos del edificio y casi asfixia de nuevo a su
marido. Parece como si la semi-vida del hombre dependiera de impulsos de
quienes están a su alrededor.
Mientras Angelo afeita al enfermo, le dice que puede hacer
muchas cosas por él, como "explicarle películas" (sic) y
contarle sus paseos por el campo. "Hoy hace buen día", dice
mientras se acerca a la ventana. En el contraplano no vemos un paisaje soleado,
sino sólo una mosca sobre el cristal oscurecido. Pero Angelo inventa todo un
cuadro. El de su propio trauma: un hombre de negro con gafas oscuras ofrece a
un niño un cigarrillo y ambos se van de la mano, como amigos. Klaus no
reacciona a las palabras del joven. Esa escena no le dice nada. No le pertenece
o la ha olvidado. Angelo tampoco la reivindica como suya, sino como cuadro
casual enmarcado por la ventana. La mosca aparece otra vez. La mosca de la
putrefacción, yendo y viniendo sobre la corrupción que Angelo lleva dentro,
dice sin palabras la puesta en escena.
Angelo lee a Klaus los atroces escritos del propio nazi
sobre matanzas de niños en el campo de concentración donde ejerció la depravada
medicina del exterminio. El muchacho lee llorando, al parecer por compasión
hacia las víctimas, pero no tarda en excitarse. "Yo podría hacer por
ti lo que tú no puedes", dice al enfermo. "Quiero ser como tú,
ser lo que tú has sido...". La respuesta de Klaus es un tajante: "No".
No quiere delegar ni seguir matando. No sabemos si está arrepentido o
simplemente harto. Ha llegado quizá a la ataraxia de los libertinos. Luego,
Angelo se quita la ropa y recita desnudo frente a Klaus el texto del manuscrito
que ya conocemos, mientras se masturba y eyacula sobre la cara del enfermo,
escena elegantemente resuelta pero que sobresalta al espectador por su
franqueza. El alemán parece insensible a las maniobras eróticas del muchacho.
Como un muerto viviente o como si ya sólo tuviera vida en la cabeza que
sobresale de la máquina, se muestra desganado y escéptico, aunque no
arrepentido.
Enseguida la muerte forma parte de los juegos. Tras una
larga persecución por la casa, que pone en evidencia la precoz maestría de
Villaronga para narrar en continuidad, Angelo ahorca a Griselda en el hueco de
la escalera y arroja sobre su cuerpo una espectacular cortina roja con un
ademán de matador. Luego lleva el cadáver a la habitación del enfermo y lo
coloca sobre la máquina, donde lo deja toda la noche. Al día siguiente despide
a la asistenta y queda solo con Klaus y Rena. Rena está cada vez más fascinada
por Angelo. Ambos se quieren de un modo fraternal, como iguales. No hay, al
parecer, nada mórbido en su relación. La niña no presencia las fechorías de su
amigo, se limita a encubrir algunas, como la muerte de su madre, sin tener
conciencia cabal de ellas.
Para ilustrar las historias narradas por Klaus en sus
escritos sobre su intervención en las matanzas de niños, a quienes inyectaba
gasolina en el corazón, Angelo trae a la casa a un pequeño campesino, al que
seduce en el campo como él fue seducido por Klaus. La mezcla de cotidianidad en
el tratamiento doméstico de los niños en la cocina y el horror que va a
desarrollarse en la habitación de la máquina, es magistral y produce un fuerte
impacto, precisamente porque no estamos en un campo de concentración nazi sino
en una casona de campo en el Mediterráneo, en plena y luminosa paz aparente.
Pero la verdad es que nos hallamos más bien en el interior del monstruo, ahora
ya bicéfalo o doble, asistiendo a su teatro infernal de recuerdos y
representaciones.
Angelo aleja a Rena ordenándole ir a recoger erizos a la
playa, y somete al pequeño al tratamiento aplicado por Klaus en el campo para
deshacerse rápidamente de los niños enfermos. Angelo toma gasolina del motor de
la máquina y una jeringuilla del siniestro maletín del verdugo. El niño tarda
en morir. Su agonía es una escena atroz de la que no se nos hurta nada, ni la
entrada de la aguja cerca de la tetilla en un plano detalle realizado con una
prótesis, ni los espasmos de la muerte. Todo "in", tan intenso que
constituye uno de los puntos "escandalosos" de la película. Angelo
dice: "Yo, Klaus, amo la muerte". Se ha identificado totalmente
con su iniciador, con un verdugo que no desea seguir siéndolo. A partir de
aquí, Klaus sabe que está siendo abandonado por Angelo y por Rena. Se siente
descuidado, sucio y asqueado.
Esta secuencia es responsable de las más duras críticas a la
película, por su crueldad pretendidamente innecesaria, y por ser la víctima un
niño. El espanto de la víctima y la fría crueldad de verdugo se ponen en escena
de un modo libre y valeroso, que no ha dejado indiferente a nadie. Por otra parte,
hay consenso en considerarlo uno de los momentos más impactantes del cine
español.
Villaronga ha explicado en algunas entrevistas que logró la
representación del pequeño a base de jugar a fingir dolores de vientre y la
muerte de un pez. Y la productora se vio obligada a advertir en un rótulo al
final que ningún niño se había visto en tesituras que pudieran perjudicarle
moralmente. No hay nada parecido en ninguna otra película comercial de finales
de los años sesenta en adelante, ni siquiera en los momentos más desinhibidos
del cine europeo de los años setenta, a no ser, en otro sentido, en Sweet
Movie de Dusan Makavejev (1974).
Otro texto de Klaus, escrito mientras fue médico en el campo
de exterminio, inspira una nueva travesura macabra de Angelo. El escrito versa
sobre la atracción que ejercía sobre él el canto de los victimas y cómo hizo
aprender a una de ellas un aria que le gustaba especialmente para que la
cantara mientras moría.
Angelo, influido por este refinamiento de la crueldad, sigue
a un colegial, lo rapta y lo conduce a la casa para hacerle cantar delante de
Klaus. El actor que encarna al chico, algo mayor que el anterior y
familiarizado por motivos familiares con el ambiente de los rodajes, actúa a
sabiendas del sentido de la escena y lo hace magníficamente. Su interpretación
del miedo y del pudor ante los requerimientos de Angelo es notable, así como su
manera de abordar la difícil simultaneidad del horror y el canto. En esta
muerte lo siniestro no es la obscenidad como en la anterior, sino los
prolegómenos. La canción repetida una y otra vez es más terrorífica que la
sangre que brota a chorros de la garganta rebanada.
Las muertes de los muchachos marcan el final de la historia
de la conversión de la víctima en verdugo. Angelo ya es Klaus. Se pone su
abrigo oscuro, el que lleva Klaus en la foto. El hombre de la máquina, ha
quedado reducido a un residuo que debe desaparecer para que la nueva criatura,
brillante y joven, ocupe su lugar. Mientras Angelo desconecta la máquina y deja
que Klaus se asfixie, enseña al moribundo la foto del comienzo del film, que
muestra al propio Klaus con un niño de la mano. La foto se convierte en escena:
la misma que el muchacho describió como vista por la ventana, pero más larga.
En ella el hombre no sólo pasea con el niño, sino que le obliga a practicarle
una fellatio.
Tras el cristal trata de la depravación de los niños y
la conversión de las víctimas en jugadores del juego perverso y vencedores de
sus verdugos castrados, a quienes están condenados a reemplazar, y así hasta la
eternidad. Es una visión oscura y pesimista del juego universal de la víctima y
el verdugo, referido vagamente al tema de los campos de concentración nazis,
donde tanta rienda suelta pudo darse a la brutalidad de los guardianes y a la
humillación de los presos.
Pero Villaronga siempre va más allá, hacia las fuentes del
Mal. Y en este caso, cuando el Mal ha intentado suicidarse, cuando podría
emprender un camino nuevo -el camino del castrado-, surge un revenant. No
un discípulo, sino alguien que viene del pasado. El pasado vuelve y no permite
que el Mal se abisme en sí mismo en su tubo de metal y cristal. La víctima
llega para castigar, y también para aprender, para vampirizar, para tomar el
testigo del Mal y seguir la tradición.
La figura del joven Angelo es enigmática. Angelo no viene a
vengarse. Viene a que el oscuro maestro le enseñe los misterios del goce, del
que fue testigo en el prólogo de la película, cuando vio a Klaus maltratar a
aquel joven colgado por los brazos y apaleado, y aún más atrás, cuando él mismo
fue obligado a servir de instrumento inocente de los deseos del hombre.
Tras el cristal, a pesar o gracias a su terribilità y
su atrevido tratamiento de temas tabú como la homosexualidad, la pedofilia y la
tortura de niños, ofrecidos en un relato de gran belleza, elegancia formal y
ambigüedad moral, tuvo una buena acogida por parte de la crítica, que vio en él
una promesa sugestiva, como se había visto en Arrebato de Iván
Zulueta. Con Tras el cristal, Villaronga apareció como autor, como
creador de un mundo que sólo se movía con los códigos del fantástico clásico de
manera tangencial y a nivel de puro guión, mientras que su aportación reside en
la creación de lo siniestro en un relato de crueldad sin límites, donde los
verdugos y las víctimas participan del goce y donde la venganza se confunde con
la entrega (3).
Villaronga habla con libertad y valentía no sólo de la
crueldad y de la relación entre el verdugo y la víctima, sino de la transmisión
del Mal como si se tratara de una enfermedad. En esta película no hay culpables
e inocentes. Todos son culpables. El joven Angelo, de nombre revelador, no es
un ángel de la venganza, sino un ángel del mal, alguien que empezó siendo
víctima y luego quiso experimentar el goce del verdugo a toda costa.
Cuando la casa se ha vuelto definitivamente en un matadero y
un grotesco campo de concentración en el que no se ahorra alambre espinoso,
Angelo persigue a la hija de Klaus, Rena, para que no lo delate, pero no la
maltrata. Se ha erigido en su protector e incluso le dice que es su padre: un
indicio más de la metamorfosis que está sufriendo y que le convertirá
imaginariamente en Klaus. Ella siempre le ha querido, desde el comienzo, con un
amor ambiguo y leal; ni siquiera se ha dado por enterada del asesinato de su
madre, a quien por otra parte no la unían, al parecer, lazos muy estrechos. En
la recta final, metafórica ya sin contemplaciones, la muchacha cambia de
peinado, hacia atrás muy tirante, como un chico. Angelo se ha introducido en la
máquina tras librarse de Klaus. Rena cabalga la máquina y hace ademán de
quitarse el jersey mirando a Angelo.
Un plano azul y húmedo, con el suelo encharcado y una
iluminación irreal, pone punto final a la película, dejando a los nuevos
integrantes de la pareja sadomasoquista encerrados en una especie de bola de
cristal que refuerza el carácter de fábula de la historia a cuyo despliegue
hemos asistido. Una víctima, Angelo, en lugar de rebelarse, de mostrar
oposición, se convierte en verdugo y se encierra con una nueva víctima tras el
cristal de una bola que les separará del mundo hasta que la niña ocupe su
puesto y así hasta el infinito.
La progresión no es, sin embargo, matemática. Rena ocupa el
lugar de la aprendiza fascinada pero no es una víctima, incluso ha tratado de
sacudirse las cadenas de la fascinación de Angelo y de salvar a su padre. La
contaminación del mal no se produce de una manera mecánica y semejante en las
distintas generaciones. Del campo de concentración se va pasado paulatinamente
a la pareja que se quiere y consiente el juego, con lo que la filosofía de la
película resulta aun más trasgresora. El resto de las películas de Agustí
Villaronga presenta, más o menos, estas características. Una fantástica
oscuridad, unos amores mortales y, en definitiva, un interrogante sobre el Mal
que hace de su cine mucho más que un espectáculo.
FA 4779
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