lunes, 25 de junio de 2012

Agustí Villaronga - Tras el cristal (1986)



En una serie de reflexiones sobre el mal en el cine no puede faltar la película Tras el cristal (1986) de Agustí Villaronga, el film más audaz del cine español. Como reza el letrero de uno de los Desastres de la guerra de Goya, que muestra a una muchedumbre a punto de ser fusilada, "no se puede mirar".
En Tras el cristal no se puede mirar la primera escena, donde el nazi Klaus, ex médico de un campo de exterminio, inflige torturas y prodiga caricias a un niño colgado, ni la que muestra al joven Ángelo asesinando a otro pequeño con una inyección de gasolina delante de la cámara. Y sin embargo, miramos.

Lo que vemos nos horroriza, aunque sepamos que es una representación. De hecho, esta película, la primera de Villaronga, horrorizó más de lo que él mismo había previsto. No esperaba tanto escándalo ni tanta hipocresía, pero lo cierto es que el público vio más la sombra de la cruz gamada que el escudo de armas de Gilles de Rais, y más niños reales y sufrientes que metafóricas víctimas sadianas.
En el festival de Berlín de 1986, el cineasta cayó en la cuenta del poder de su manejo de los espejismos del mal al oír gritos en la sala de proyección, y cuando un espectador le insultó y estuvo a punto de agredirle, según refiere él mismo (2). A partir de entonces le ha rodeado un aura de malditismo y perversión.

Estas cualidades siniestras que han configurado su personalidad como creador, son saludadas ahora con benevolencia por la crítica cuando se ocupa de su última película, Aro Tobulkhin (2002), porque en otro sistema, en otro género y en un modo de representación posmoderno, en el que se mezclan los registros, los medios y las voces, parece que Villaronga está actuando con más legitimidad que cuando manejaba el mal desnudo o revestido con ciertos rasgos góticos y neblinas azufradas (99.9, 1997), aunque en realidad su universo creativo sigue siendo el mismo: un cine de la crueldad.
Agustí Villaronga salió a la palestra exhibiendo sin falso pudor una mirada y una cámara sadianas, como había hecho antes Iván Zulueta con su cámara vampira (Arrebato, 1979), y como haría Angel García del Val con su breve cámara necrófila (Cada ver es, 1981). De los tres amantes de la oscuridad, sólo Villaronga superó el reto de hacer más de dos películas personales para el cine y estrenarlas en condiciones comerciales.
Tras el cristal es una película plenamente de autor, con guión y dirección de Villaronga, sin una base literaria preexistente, salvo bibliografía sobre los campos de concentración. Con ella, el cineasta se introduce de lleno en el territorio del mal desde la primera secuencia, que constituye el prólogo. Utilizará comúnmente esta estructura como la que más conviene a su manera de ver el mundo, un mundo en el que todo lo reprimido vuelve, y vuelve convertido en monstruo. A partir de los prólogos, Villaronga cuenta sus historias como desarrollo de un núcleo que contiene latentes las estructuras del destino o del deseo.
La película comienza con el detalle de un ojo oscuro que parpadea: el ojo de la víctima (en realidad el del director). En el plano siguiente, vemos un ojo mecánico, el de una cámara fotográfica: el del verdugo. El tercer plano vuelve a la víctima con un detalle de sus pies elevados del suelo. Sigue una serie de primeros planos alternados del verdugo con su cámara y su deseo, y el niño -ahora ya sí lo vemos- desnudo y colgado cruelmente por los brazos como un pequeño San Sebastián. Pone fin al idilio sádico un incómodo beso torcido, sucio de sangre y sudor, y un acto de una brutalidad tal que el espectador se siente agredido: el hombre descarga un tremendo golpe sobre el cuerpo inerme de la víctima con un listón de madera. Los pies del niño se mueven espasmódicamente.
Pero hay un tercer ojo. Alguien ha estado espiando la escena por el tragaluz del sótano. Vemos su mirada. Luego veremos sus manos apoderándose de un cuaderno con fotos, mientras el verdugo, perdido en su goce o ahíto, o desesperado, sube tambaleándose las escaleras de caracol que conducen a la terraza. Un fantástico plano arquitectónico de la escalera en contrapicado lo contiene como una trampa y expresa su situación anímica. Mira al suelo desde lo alto, vacila. No sabemos si cae o se arroja al vacío. Una foto suya con un niño llena el encuadre. Título: Tras el cristal. A los sones de una canción alemana, van pasando fotos de los campos de concentración, algunas de víctimas infantiles pero no todas, mientras corren los títulos de crédito.

Tras este prólogo, sabremos enseguida que el hombre, Klaus (Günter Meisner), un refugiado nazi, ha sufrido una grave caída -la anterior caída desde la terraza-, y está vivo gracias a un pulmón de acero que su mujer ha traído de Alemania. Hace ocho años que viven en España, en una espléndida y oscura casa de campo, él, su mujer Griselda (Marisa Paredes) y su hija Rena (Gisela Echevarría). Lo sabemos porque lo dice la voz en off de Griselda, que escribe una carta a su familia pidiendo ayuda. Quiere que le envíen una enfermera alemana, porque ella sola no puede cuidar al enfermo.
A estas alturas, el sonido de la máquina, estupendo artefacto que combina en su aspecto el féretro, la cápsula espacial y la vaina de un insecto, dotada de un fuelle inquietante, llega a hacerse obsesivo. Se trata de un ruido que cobrará importancia dramática en el transcurso del relato, sobre todo en los momentos en que cesa, ya que entonces la vida de Klaus está en peligro. Klaus, cuerpo dependiente de su vaina de acero y cristal, que respira por él, sólo es dueño de su cabeza, y aun ésta se halla en proceso de cambio, ya que reniega de su pasado o al menos no desea repetir los horrores que cometió con los niños prisioneros siendo médico de un campo de exterminio.
En el ambiente aparentemente sereno de la casa habitada por el ya aplacado ogro pedófilo, y por la mujer histérica y la niña plácida pero tal vez progresivamente loca, irrumpe Angelo (David Sust), joven bien parecido, moreno y de expresión perpetuamente enfurruñada, con algo turbio en la mirada. Sust no es actor de cine ni habla con soltura, pero arropado por Meisner, Marisa Paredes -extraordinaria en su papel de alemana dura y aterrada-, y la niña Echevarría, lenta y difícil de dirigir pero cuyo resultado en la pantalla es notable-, sale adelante. Se ofrece como enfermero. A ella no le gusta. Sospecha de él desde el principio, pero Klaus lo acepta tras una charla reservada, en off. El espectador supone que el joven tiene algo que ver con los crímenes del nazi, algo tan grave que ha servido para chantajearle. Más tarde lo sabremos por boca del mismo muchacho: fue él quien se encargó, tras el accidente, de esconder el cuerpo del niño muerto en el sótano de la casa.
La primera noche, Angelo abre la máquina para hacer a Klaus la respiración artificial y una fellatio in extremis que casi acaba con el enfermo. Son los prolegómenos de un juego de dominación desigual, ya que el hombre no puede moverse y está en manos del muchacho, como lo estaban los niños en las suyas. Además, la máquina es extrañamente frágil a pesar de su aparatosidad. Su funcionamiento depende únicamente de una toma de corriente. Se enchufa y se desenchufa como una lavadora. Klaus se queda sin respiración asistida demasiadas veces: Griselda lo desconecta por accidente y tarda mucho en conectarlo de nuevo. Más tarde, vestida con una bata de seda roja espectacular, manipula los plomos del edificio y casi asfixia de nuevo a su marido. Parece como si la semi-vida del hombre dependiera de impulsos de quienes están a su alrededor.
Mientras Angelo afeita al enfermo, le dice que puede hacer muchas cosas por él, como "explicarle películas" (sic) y contarle sus paseos por el campo. "Hoy hace buen día", dice mientras se acerca a la ventana. En el contraplano no vemos un paisaje soleado, sino sólo una mosca sobre el cristal oscurecido. Pero Angelo inventa todo un cuadro. El de su propio trauma: un hombre de negro con gafas oscuras ofrece a un niño un cigarrillo y ambos se van de la mano, como amigos. Klaus no reacciona a las palabras del joven. Esa escena no le dice nada. No le pertenece o la ha olvidado. Angelo tampoco la reivindica como suya, sino como cuadro casual enmarcado por la ventana. La mosca aparece otra vez. La mosca de la putrefacción, yendo y viniendo sobre la corrupción que Angelo lleva dentro, dice sin palabras la puesta en escena.
Angelo lee a Klaus los atroces escritos del propio nazi sobre matanzas de niños en el campo de concentración donde ejerció la depravada medicina del exterminio. El muchacho lee llorando, al parecer por compasión hacia las víctimas, pero no tarda en excitarse. "Yo podría hacer por ti lo que tú no puedes", dice al enfermo. "Quiero ser como tú, ser lo que tú has sido...". La respuesta de Klaus es un tajante: "No". No quiere delegar ni seguir matando. No sabemos si está arrepentido o simplemente harto. Ha llegado quizá a la ataraxia de los libertinos. Luego, Angelo se quita la ropa y recita desnudo frente a Klaus el texto del manuscrito que ya conocemos, mientras se masturba y eyacula sobre la cara del enfermo, escena elegantemente resuelta pero que sobresalta al espectador por su franqueza. El alemán parece insensible a las maniobras eróticas del muchacho. Como un muerto viviente o como si ya sólo tuviera vida en la cabeza que sobresale de la máquina, se muestra desganado y escéptico, aunque no arrepentido.

Enseguida la muerte forma parte de los juegos. Tras una larga persecución por la casa, que pone en evidencia la precoz maestría de Villaronga para narrar en continuidad, Angelo ahorca a Griselda en el hueco de la escalera y arroja sobre su cuerpo una espectacular cortina roja con un ademán de matador. Luego lleva el cadáver a la habitación del enfermo y lo coloca sobre la máquina, donde lo deja toda la noche. Al día siguiente despide a la asistenta y queda solo con Klaus y Rena. Rena está cada vez más fascinada por Angelo. Ambos se quieren de un modo fraternal, como iguales. No hay, al parecer, nada mórbido en su relación. La niña no presencia las fechorías de su amigo, se limita a encubrir algunas, como la muerte de su madre, sin tener conciencia cabal de ellas.
Para ilustrar las historias narradas por Klaus en sus escritos sobre su intervención en las matanzas de niños, a quienes inyectaba gasolina en el corazón, Angelo trae a la casa a un pequeño campesino, al que seduce en el campo como él fue seducido por Klaus. La mezcla de cotidianidad en el tratamiento doméstico de los niños en la cocina y el horror que va a desarrollarse en la habitación de la máquina, es magistral y produce un fuerte impacto, precisamente porque no estamos en un campo de concentración nazi sino en una casona de campo en el Mediterráneo, en plena y luminosa paz aparente. Pero la verdad es que nos hallamos más bien en el interior del monstruo, ahora ya bicéfalo o doble, asistiendo a su teatro infernal de recuerdos y representaciones.
Angelo aleja a Rena ordenándole ir a recoger erizos a la playa, y somete al pequeño al tratamiento aplicado por Klaus en el campo para deshacerse rápidamente de los niños enfermos. Angelo toma gasolina del motor de la máquina y una jeringuilla del siniestro maletín del verdugo. El niño tarda en morir. Su agonía es una escena atroz de la que no se nos hurta nada, ni la entrada de la aguja cerca de la tetilla en un plano detalle realizado con una prótesis, ni los espasmos de la muerte. Todo "in", tan intenso que constituye uno de los puntos "escandalosos" de la película. Angelo dice: "Yo, Klaus, amo la muerte". Se ha identificado totalmente con su iniciador, con un verdugo que no desea seguir siéndolo. A partir de aquí, Klaus sabe que está siendo abandonado por Angelo y por Rena. Se siente descuidado, sucio y asqueado.
Esta secuencia es responsable de las más duras críticas a la película, por su crueldad pretendidamente innecesaria, y por ser la víctima un niño. El espanto de la víctima y la fría crueldad de verdugo se ponen en escena de un modo libre y valeroso, que no ha dejado indiferente a nadie. Por otra parte, hay consenso en considerarlo uno de los momentos más impactantes del cine español.
Villaronga ha explicado en algunas entrevistas que logró la representación del pequeño a base de jugar a fingir dolores de vientre y la muerte de un pez. Y la productora se vio obligada a advertir en un rótulo al final que ningún niño se había visto en tesituras que pudieran perjudicarle moralmente. No hay nada parecido en ninguna otra película comercial de finales de los años sesenta en adelante, ni siquiera en los momentos más desinhibidos del cine europeo de los años setenta, a no ser, en otro sentido, en Sweet Movie de Dusan Makavejev (1974).
Otro texto de Klaus, escrito mientras fue médico en el campo de exterminio, inspira una nueva travesura macabra de Angelo. El escrito versa sobre la atracción que ejercía sobre él el canto de los victimas y cómo hizo aprender a una de ellas un aria que le gustaba especialmente para que la cantara mientras moría.
Angelo, influido por este refinamiento de la crueldad, sigue a un colegial, lo rapta y lo conduce a la casa para hacerle cantar delante de Klaus. El actor que encarna al chico, algo mayor que el anterior y familiarizado por motivos familiares con el ambiente de los rodajes, actúa a sabiendas del sentido de la escena y lo hace magníficamente. Su interpretación del miedo y del pudor ante los requerimientos de Angelo es notable, así como su manera de abordar la difícil simultaneidad del horror y el canto. En esta muerte lo siniestro no es la obscenidad como en la anterior, sino los prolegómenos. La canción repetida una y otra vez es más terrorífica que la sangre que brota a chorros de la garganta rebanada.

Las muertes de los muchachos marcan el final de la historia de la conversión de la víctima en verdugo. Angelo ya es Klaus. Se pone su abrigo oscuro, el que lleva Klaus en la foto. El hombre de la máquina, ha quedado reducido a un residuo que debe desaparecer para que la nueva criatura, brillante y joven, ocupe su lugar. Mientras Angelo desconecta la máquina y deja que Klaus se asfixie, enseña al moribundo la foto del comienzo del film, que muestra al propio Klaus con un niño de la mano. La foto se convierte en escena: la misma que el muchacho describió como vista por la ventana, pero más larga. En ella el hombre no sólo pasea con el niño, sino que le obliga a practicarle una fellatio.
Tras el cristal trata de la depravación de los niños y la conversión de las víctimas en jugadores del juego perverso y vencedores de sus verdugos castrados, a quienes están condenados a reemplazar, y así hasta la eternidad. Es una visión oscura y pesimista del juego universal de la víctima y el verdugo, referido vagamente al tema de los campos de concentración nazis, donde tanta rienda suelta pudo darse a la brutalidad de los guardianes y a la humillación de los presos.
Pero Villaronga siempre va más allá, hacia las fuentes del Mal. Y en este caso, cuando el Mal ha intentado suicidarse, cuando podría emprender un camino nuevo -el camino del castrado-, surge un revenant. No un discípulo, sino alguien que viene del pasado. El pasado vuelve y no permite que el Mal se abisme en sí mismo en su tubo de metal y cristal. La víctima llega para castigar, y también para aprender, para vampirizar, para tomar el testigo del Mal y seguir la tradición.
La figura del joven Angelo es enigmática. Angelo no viene a vengarse. Viene a que el oscuro maestro le enseñe los misterios del goce, del que fue testigo en el prólogo de la película, cuando vio a Klaus maltratar a aquel joven colgado por los brazos y apaleado, y aún más atrás, cuando él mismo fue obligado a servir de instrumento inocente de los deseos del hombre.
Tras el cristal, a pesar o gracias a su terribilità y su atrevido tratamiento de temas tabú como la homosexualidad, la pedofilia y la tortura de niños, ofrecidos en un relato de gran belleza, elegancia formal y ambigüedad moral, tuvo una buena acogida por parte de la crítica, que vio en él una promesa sugestiva, como se había visto en Arrebato de Iván Zulueta. Con Tras el cristal, Villaronga apareció como autor, como creador de un mundo que sólo se movía con los códigos del fantástico clásico de manera tangencial y a nivel de puro guión, mientras que su aportación reside en la creación de lo siniestro en un relato de crueldad sin límites, donde los verdugos y las víctimas participan del goce y donde la venganza se confunde con la entrega (3).
Villaronga habla con libertad y valentía no sólo de la crueldad y de la relación entre el verdugo y la víctima, sino de la transmisión del Mal como si se tratara de una enfermedad. En esta película no hay culpables e inocentes. Todos son culpables. El joven Angelo, de nombre revelador, no es un ángel de la venganza, sino un ángel del mal, alguien que empezó siendo víctima y luego quiso experimentar el goce del verdugo a toda costa.
Cuando la casa se ha vuelto definitivamente en un matadero y un grotesco campo de concentración en el que no se ahorra alambre espinoso, Angelo persigue a la hija de Klaus, Rena, para que no lo delate, pero no la maltrata. Se ha erigido en su protector e incluso le dice que es su padre: un indicio más de la metamorfosis que está sufriendo y que le convertirá imaginariamente en Klaus. Ella siempre le ha querido, desde el comienzo, con un amor ambiguo y leal; ni siquiera se ha dado por enterada del asesinato de su madre, a quien por otra parte no la unían, al parecer, lazos muy estrechos. En la recta final, metafórica ya sin contemplaciones, la muchacha cambia de peinado, hacia atrás muy tirante, como un chico. Angelo se ha introducido en la máquina tras librarse de Klaus. Rena cabalga la máquina y hace ademán de quitarse el jersey mirando a Angelo.
Un plano azul y húmedo, con el suelo encharcado y una iluminación irreal, pone punto final a la película, dejando a los nuevos integrantes de la pareja sadomasoquista encerrados en una especie de bola de cristal que refuerza el carácter de fábula de la historia a cuyo despliegue hemos asistido. Una víctima, Angelo, en lugar de rebelarse, de mostrar oposición, se convierte en verdugo y se encierra con una nueva víctima tras el cristal de una bola que les separará del mundo hasta que la niña ocupe su puesto y así hasta el infinito.
La progresión no es, sin embargo, matemática. Rena ocupa el lugar de la aprendiza fascinada pero no es una víctima, incluso ha tratado de sacudirse las cadenas de la fascinación de Angelo y de salvar a su padre. La contaminación del mal no se produce de una manera mecánica y semejante en las distintas generaciones. Del campo de concentración se va pasado paulatinamente a la pareja que se quiere y consiente el juego, con lo que la filosofía de la película resulta aun más trasgresora. El resto de las películas de Agustí Villaronga presenta, más o menos, estas características. Una fantástica oscuridad, unos amores mortales y, en definitiva, un interrogante sobre el Mal que hace de su cine mucho más que un espectáculo.
FA 4779

No hay comentarios: